“EL PODER Y LA GLORIA”. GRAHAM GREENE Y MÉXICO.I
- gonzalojesuscasano
- 15 dic 2023
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“EL PODER Y LA GLORIA”. GRAHAM GREENE Y MÉXICO.I
I.
Durante la Presidencia de Plutarco Elías Calles (1.924-8), y posteriormente con su Jefatura del Partido Revolucionario (1.928-34), el Estado mexicano experimentó su enfrentamiento más fuerte con la Iglesia católica. Fueron fechas de duro antagonismo entre las dos instituciones más poderosas de una nación ya de por sí fértil en disputas. Es el consabido evento de los trenes que impactan de modo frontal y brutal; como resultado las locomotoras transformadas en chatarra férrea escaldante y muchos vagones descarrilados. En el México de principios del siglo XX esto se traduce en pérdida de credibilidad ideológica por ambas partes, y asimismo de vidas; por añadidura situación cercana a pre-guerra civil en ciertas regiones.
Es verdad que desde sus primeros alientos la Revolución mexicana, iniciada en 1.910 por Francisco I. Madero, fue decididamente anticlerical; como confirmación tenemos el dato de que uno de sus grupos doctrinales inspiradores, “Regeneración”, era de tendencia sindicalista e incluso anarquista, y se apoyaba intelectualmente en no pequeña medida en Bakunin. Está bien constatado que dos maestros de escuela en el pueblo morelense de (un ya adulto) Zapata le marcaron intelectualmente; uno de ellos le animó a leer el periódico de este grupo, y el otro le informó a través de sus conferencias y conversaciones privadas del ideario de Kropotkin. ¡Y esto tenía lugar en el país de los acendrados fieles de la Virgen de Guadalupe!
Sin embargo no debemos sorprendernos demasiado de estos ramalazos antirreligiosos en México, puesto que ya el Padre de la Patria los apuntaba. Juárez estaba convencido de que la modernización de México exigía entrar de lleno en el sistema económico capitalista, y el liberalismo en política. El modo de producción imperante en México se sustentaba en grandes propiedades agrícolas, de modo que casi se podía calificar (con todos las salvedades al saltar de continente) de feudal. Pues bien, una de las instituciones con más posesiones de tierras era precisamente la Iglesia católica. Se entiende así que el Gobierno mexicano, a través de la Ley Lerdo intentara, tímidamente es verdad, distribuir las propiedades de la Iglesia entre una población empobrecida, con el espíritu de dar un impulso capitalista al país.
También la Constitución de 1.857, durante la vicepresidencia de Juárez, era liberal y deseosa de terminar con los privilegios del clero y el estamento militar, y a ella se remitían los revolucionarios constitucionalistas (en especial Carranza) como inspiración. Juárez peleó más que nadie, siendo ya presidente del país, por la separación entre Iglesia y Estado, ya que ahí estaba el germen de la auténtica igualdad social. Tal posicionamiento político no indica, ¡en absoluto!, que Juárez se encontrara cercano a idearios socialistas o comunistas. Si miramos al gran Vecino del Norte, encontramos que Lincoln, estricto contemporáneo de Juárez, también era rotundo en la necesidad de mantener Estado e Iglesia bien separados y divorciados.
Lincoln no sólo no tenía nada de fundamentalista cristiano, sino que fue (en su juventud al menos) sospechoso de librepensamiento y actitudes despectivas hacia las diversas creencias religiosas cristianas. El paralelismo entre los dos presidentes no es pues sólo cronológico. Y si, continuando en el Gran Norte, volvemos nuestros ojos más atrás en el tiempo, nos topamos con otro personaje ilustrativo para nuestras apreciaciones, Thomas Jefferson. Es éste otro de los contendientes al honroso título, para los yanquis, de Padre de la Patria, y a nuestro entender con más méritos que Lincoln. Efectivamente, Jefferson redactó la Declaración de Independencia, verdadera manifestación de intenciones político-económico-intelectuales de la nueva comunidad, que aspiraba a convertirse en nación si se lo permitían los Casacas Rojas su Graciosa Majestad Británica. Este mismo Jefferson fue atacado en la prensa rival, durante su enfrentamiento con los federalistas y más tarde en su lucha por la presidencia, debido a su supuesto descreimiento. Se leía en esos textos poco amistosos que si Jefferson se convertía en el tercer presidente de los USA cerraría las iglesias y la convertiría en templos de la Razón; y además el gobierno se guiaría no por los preceptos de la Sagrada Escritura, sino por los de Voltaire.
Para los norteamericanos conservadores y firmemente religiosos de aquellos días Jefferson era un peligroso revolucionario, un radical … algo que hoy nos hace sonreír. Ser claro partidario del alejamiento de las iglesias en las labores de gobierno no es prueba de izquierdismo impenitente, ni mucho menos; y así ha de tenerse presente intelectualmente al examinar la Revolución mexicana. Las opiniones jeffersonianas no nos arrastran doctrinalmente a épocas más cercanas, hasta el “Manifiesto Comunista” o las obras de Bakunin, sino que más bien nos retrotraen a “Dos Tratados sobre el Gobierno” de J. Locke. Para éste los individuos, la formar la comunidad, entran en un acuerdo entre ellos y con el Gobernante. Éste tiene como responsabilidad garantizar las vidas y las propiedades de los ciudadanos, y si no la cumple, los súbditos tienen todos los derechos (divinos y humanos) a deponer ese Gobierno. Es evidente que la teoría lockeana sobre la fuente legítima del poder político es directamente antecesora, si no absolutamente equivalente, a la ya clásica teoría del contrato de J.J. Rousseau. Y siguiendo estas claves lockeanas (y rousseaunianas) es como debe leerse la Declaración de Independencia, en especial sus primeros párrafos: todos los humanos tienen unos derechos inalienables a la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad (aquí se infiere necesariamente, no lo dudemos, el derecho a la propiedad privada). Y es el caso, como argumenta contundentemente Jefferson, que el Rey de Gran Bretaña no ha cumplido con su parte del contrato, sino que más bien ha privado de libertades y propiedades a sus súbditos de las colonias. En consecuencia, estos mismos súbditos se arrogan el derecho a terminar el pacto y elegir un nuevo Gobierno. Exactamente lo mismo ocurrió en 1.688, cuando los ciudadanos ingleses estimaron que su rey Jaime II no había cumplido sus funciones para con ellos, por lo cual “invitaron” a Guillermo de Orange (holandés) a formalizar con ellos una nueva alianza, que diera origen a otro gobierno. Así lo quisieron también otros ciudadanos británicos en 1.776, expresando sólidamente su deseo de dejar de serlo. Incidentalmente, una de las justificaciones para el apartamiento de Jaime II de la corona inglesa fue su condición de católico, mientras que el príncipe de Orange era protestante; la religión nunca está muy lejos de la política.
Para quienes han querido ver siempre la Revolución mexicana como un levantamiento de proletarios y campesinos contra la explotadora democracia liberal-burguesa, resultarán lamentables las anteriores menciones. Y en efecto, ellas nos la presentan como el intento definitivo para extraer a México de la economía post-colonial, quasi-feudal e introducirlo precisamente en el modo de producción capitalista, moderno y “racional”. Sin embargo hubo muchos tipos de revolucionario (Madero, Zapata, Villa, Carranza, Obregón, Calles, Cárdenas), y por consiguiente muchas “revoluciones”. No obstante, prácticamente todos ellos, por oposición al conservador y clerical Porfirio Díaz y sus continuadores, fueron anticlericales. Si había de existir un Estado moderno mexicano, parece que era preciso alejarlo dramáticamente de la Iglesia católica, como si ésta fuera a sofocarlo en su tierna infancia con el lazo de sus privilegios judiciales y agrícolas. En suma, el lema para todos ellos, desde los radicales a los liberales, era “écraser l’infâme”; ya sabemos que para Voltaire “l’infâme” es la Iglesia Romana.
En cuanto a México, su Constitución de 1.917, redactada por los victoriosos revolucionarios, era bastante radical, garantizando la distribución de la propiedad de las tierras. Asimismo incluía, ¡cómo no!, un buen número de artículos dirigidos a mermar la posición ventajosa de la Iglesia; la tradición juarista no se había dejado en el camino, por supuesto. Sin embargo, en una muestra de realismo político, o sencillamente de sentido común, tales disposiciones fueron activadas sólo débilmente; y prácticamente en absoluto en aquello estados (como los del centro de la nación) en que se conocía muy bien la hondura de las raíces católicas en la población.
El Presidente Calles alteró esa entente cordial con la Iglesia, como parte integrante de un paquete reformador ambicioso. Si buscamos datos sobre Calles en textos publicados en México, no es infrecuente encontrarnos con una lista de sus logros sociales que nos lo presentan con la luz de un dirigente empeñado en mejorar las condiciones de vida de los desprotegidos. Así se nos cita que su presidencia fue responsable de: el establecimiento del salario mínimo, la ley del divorcio (para los católicos esto no sería un logro), eliminación de la exención de impuestos, apertura de numerosas bibliotecas, obligación de los terratenientes y grandes empresarios de mantener escuelas primarias, creación de escuelas rurales, apoyo decidido a la sindicalización y al movimiento obrero, impulso al cooperativismo, construcción de la carretera México-Puebla y de numerosas presas y caminos, inauguración de la primera línea aérea de correo, leyes a favor de los jubilados, comunicación telefónica con Estados Unidos y Gran Bretaña, instauración de la Enseñanza Secundaria, reparto de tres millones de hectáreas etc. etc. Toda una letanía (¡pedimos perdón por el empleo del término!) conteniendo los logros del gran reformador social, aunque en su última época hay puntos oscuros políticamente.
Así pues Calles tiene la aureola de un amigo de los desfavorecidos; muchos de éstos, por el contrario, no le apoyaron en otras de sus medidas; concretamente las que desembocaron en el cierre de conventos, colegios y asilos católicos, la expulsión del delegado apostólico y de más de doscientos sacerdotes extranjeros, prohibición de que las sociedades religiosas tuvieran propiedades, y retirada del derecho a voto de los sacerdotes. Calles era un profundo anticlerical, y arremetió como un toro de mucho trapío contra la Iglesia, a la que veía toda ella “en rojo”, una de las causas del atraso y la injusticia en México; no estaba dispuesto a contemporizar en absoluto, como sus predecesores.
La institución católica replicó cerrando muchas iglesias, y el propio Pío XI se enfrentó a Calles; las masas católicas tampoco se quedaron pasivas y así nació la revuelta de los Cristeros. Éstos se opusieron con las armas al Presidente, y en especial al Gobernador de Tabasco, Tomás Garrido Canabal, que se mostró como el más bravo de los mihuras en la acometida contra el clero; en “su” estado todas las directrices anticatólicas de Calles se cumplían íntegramente, incluso más allá de lo legislado. Poseedor de un celo de converso, a la inversa, Canabal formó un grupo paramilitar, los “Camisas Rojas”, que no eran mucho más que matones cuya tarea era importunar (o directamente asustar) a quienes se manifestaban abiertamente católicos. De este modo se cerraron y saquearon iglesias, se quitaron imágenes y las cruces de las lápidas, y se prohibió decir “adiós”; para colmo a los sacerdotes se les exigió que contrajeran matrimonio. Algunos otros indicios del temperamento de este Gobernador los encontramos en su granja experimental de “La Florida”; allí poseía un toro llamado “Dios”, un burro de nombre “Cristo”, una vaca llamada “Virgen de Guadalupe”, y un buey y un puerco con el mismo apelativo, “Papa”. Su hijo se llamaba Lenin, y su hija Zoila Libertad; y uno de sus sobrinos Luzbel. La Revolución pretendía, entre otros objetivos sociales, terminar con el fanatismo (hoy lo titularíamos fundamentalismo) religioso; Canabal tenía disposición de atacar el extremismo con medidas del mismo patrón, con resultados (previsibles) de más extralimitación.
A este México convulsionado tanto o más que la Unión Soviética, que parecía encontrarse como un cangrejo patas arriba incapaz de ganar su posición de equilibrio, llegó (no muchos años después de la presidencia de Calles) Graham Greene.
¿Quién era en 1.938 Graham Greene? En primer lugar un inglés de pura cepa, con sangre escocesa en sus venas para hacerle aún más británico, puesto que su madre era prima de R. L. Stevenson, el de “La Isla del Tesoro”; en segundo lugar era un hombre de letras. Greene nunca tuvo dudas sobre cuál era su vocación, pues comenzó a escribir ya en la adolescencia y a los veinticinco años había completado cuatro novelas (dos publicadas), la última de las cuales fue un más que moderado éxito de público y crítica. Su padre era profesor del Colegio Berkhamsted, y él mismo nació en una casa situada en sus dependencias. Según ese inmenso (y hermoso) depósito de saber que es Encylopaedia Britannica se trata de una institución fundada nada menos que en 1.541: desde el inicio Greene encuentra una tradición, inglesa hasta las más hondas raíces. Berkhamsted, situada a 45 km. al noroeste de Londres, tiene un castillo con foso y puede presumir de una iglesia del siglo XIII. Aunque cuando nació (1.904) la Reina Victoria ya no estaba con su amado pueblo desde hacía tres años, la sociedad que se adjetiva con su nombre no se había extinguido de ninguna manera, y menos aún en un hogar de enseñantes.
El propio Norman Sherry, autor de la monumental y ya “canónica” biografía en tres tomos (el último saldrá a finales del 2.004) de Greene, reconoce que éste era de niño bastante desmañado, lo que le acarreó no pocas pullas por parte de algunos compañeros. Las fotos del joven Graham, no mucho antes de salir hacia México, nos muestran a un individuo de elevada estatura (rasgo frecuente en su familia), pelo rubio (de niño parece ser casi blanco), ojos saltones de un azul pálido y rostro alargado. Rasgos más sajones que celtas, o quizás normandos; el propio Greene asegura que su madre poseía una belleza Plantagenet, sus facciones parecidas a las que contemplamos en la tumba de un cruzado. En cuanto a las de su hijo son suaves, podríamos describirlas como agradables , sobre todo si tenemos en cuenta el no negativo efecto que parecían tener en el otro sexo; un hecho muy sabido de la vida de nuestro novelista, y determinante para los contenidos de sus obras, es la fuerte atracción hacia (y presumiblemente para) las mujeres.
Lo que más destaca en esas instantáneas es la frente, desproporcionadamente alta y ancha, como para poder contener un gran número de profundas ideas. Es el rostro de un hombre reflexivo, un intelectual, quizás incluso alguien dedicado en exclusividad a la vida espiritual. En otra foto, durante una fiesta de disfraces, el niño Graham aparece con atuendo de ministro de la Iglesia; y viendo su alzacuello junto a su expresión seria y adulta, podríamos creer de verdad que es un seminarista, o un joven pastor. ¿Una premonición? En cuanto a su constitución corporal Graham era estrecho de hombros, algo desgarbado, y de una delgadez extrema, que conservó también en la madurez. Personas tan flacas las imagina uno consecuencia de la enfermedad, o de la vida en el Tercer Mundo; otra posibilidad es la vida de ayuno de los hombres con tendencias ascéticas, que aspiran a acercarse más a su espíritu (y a Dios) reduciendo la materia de sus carnes. Pero si el magro Greene tiene hechuras físicas de místico, su existencia siguió un rumbo mucho más carnal, como hubo de reconocer él mismo; de este modo su matrimonio con Vivien, en el que había entrado con gran pasión, terminó deshaciéndose.
Vivien, a quien Greene conoció en 1.925, era una devota conversa al catolicismo, y debido a su incitación (que no exigencia de ningún tipo) Graham decidió recibir instrucción sobre la doctrina católica. Esto ocurría mientras estaba trabajando, sin sueldo, en un modesto periódico de Nottingham, una ciudad un tanto adormecida con apreciables problemas de desempleo; sí, aquella misma en la que muchos siglos antes su sheriff se enfrentó a un personajes muy popular entre los pobres, llamado Robin Hood.
Su preceptor (el padre Trollope) en esta tarea delicada fue tan eficaz y convincente, teniendo en cuenta que el postulante se había educado en el anglicanismo y era por entonces un redomado ateo, que nuestro hombre ingresó en la comunidad católica en 1.926. En “Un Especie de Vida” (el primer libro de su autobiografía) expone lo sincero y meditado de su primera confesión: uno de los actos más transcendentales de toda su vida. Su bautismo en la Catedral de Nottingham tuvo como único testigo a la señora que, bayeta en mano, estaba limpiando los bancos; concluida la ceremonia salió tranquilamente para seguir los resultados del fútbol en la redacción del periódico. Así contado resulta uno de los eventos más superficiales de la existencia de un individuo; sin embargo Greene, que abandonó a su esposa, nunca renunció al catolicismo, y éste fue una fuente primordial de personajes y temas para su novelística.
Uno de los lamentos más constantes de Greene es que continuamente, en enciclopedias, historias de la literatura y manuales en general se le defina como: escritor católico inglés. Él insiste machaconamente que es un escritor, que, incidentalmente, pertenece a la fe católica, como muchos otros centenares. Pues no, Sr. Greene; hay motivos sobrados para calificarle, antes de emplear cualquier otro adjetivo, como católico; una lectura, atenta o superficial, de su obra otorga garantías para ello. Y la fecha de 1.926 aparece no sólo en su biografía, sino en la historia de la literatura inglesa del siglo XX (y de los que estén por venir).
Tras su bautismo nuestro hombre se sintió … inseguro; incluso de su futuro casamiento con Vivien, que tanto deseaba y por lo que tanto luchó; teme que le asalte el mismo impulso que al padre Trollope: convertirse en sacerdote. Los críticos de Greene (de su conducta más que de sus novelas) se despanzurrarían de risa al leer lo anterior, indicando con el dedo acusador su conducta poco edificante para las normas estrictas de esta confesión. Sin embargo hay que admitir el estado dubitativo del nuevo católico; en sus novelas siempre ha mostrado una admiración (casi obsesiva) hacia ese individuo portador de poderes inconmensurables, al ser intermediario con Dios: el sacerdote católico. Y ello aunque, como en la novela que nos ocupa, algunos de ellos fueran poco modélicos (o débiles) éticamente. Quien lo confesó por primera vez, y bautizó, no era, en absoluto, de esta categoría.
Trollope había sido actor de teatro previamente a ser arrastrado por una compulsión hacia el catolicismo, y después al sacerdocio; se lamentaba de la exigencia de la Iglesia de que los sacerdotes no pisaran los teatros: ello era una de los grandes sacrificios que acarreaba su vocación. Pero opinaba que no hacía suficientes, así que este cura estimado en la comunidad de Nottingham y bien situado para ascender en la jerarquía, decidió ingresar en la orden Redentorista. Si esta historia parece un tanto novelesca, tengan por seguro que Trollope es un ser real, y no un carácter de la imaginación de Greene; como prueba Norman Sherry nos ofrece una fotografía. Lo que sucede es aquél conoció una extensísima paleta de personas, y su vida fue todo menos monótona y aburrida. O al menos eso pretendió siempre, puesto que desde sus años en el internado de Berkhamsted, su “bestia negra” fue el aburrimiento (o la depresión), y su gran motivación existencial fue escapar de ella por todo los medios; es así que el segundo volumen de su autobiografía se titula “Vías de Escape”. Sus continuos, y frecuentemente atrevidos, viajes era un camino de huida de su hastío existencial; si Vds. quieren ver a este personaje como paralelo al Antoine Roquentin de “La Náusea”, o a alguno de los textos más hondos de Camus …, no les faltan razones para ello. Por nuestra parte somos de la partida que contempla a Greene como un escritor de temas existencialistas, antes de que éste movimiento se convirtiera en “moda” filosófica en los años sesenta. ¿Graham un personaje de Greene? En cualquier caso tan real como el padre Trollope, y todos los que describe en sus memorias.
Así “escapando” de su rutinaria dedicación al periodismo, de su no muy triunfal carrera como novelista, de su nada apasionante cotidianeidad londinense (¿quizás también de su matrimonio?), nuestro autor llega a México en 1.938. Es el país de los indios analfabetos y aficionados al sincretismo que sólo dominan la lengua nahuatl, de las mamacitas que colocan fervorosamente velas a la morenita Virgen de Guadalupe, y de los seguidores de los Camisas Rojas que aún los hostigan en búsqueda de llevar la Revolución a su cumplimiento. Un buen contorno en el que escapar de la asfixiante atmósfera post-victoriana.
¿O quizás el único motivo fue el encargo que le hizo la editorial Longman de escribir sobre la persecución religiosa en aquel país? No lo aceptamos habiendo leído sus memorias …, y sus novelas.
Así nació “Los Caminos sin Ley”. Entre este libro y p.e. “México Insurgente” de John Reed hay apreciable distancia; Reed quería transmitir cuanta más información posible sobre la Revolución mexicana, desde la perspectiva de un comunista y un defensor del levantamiento de los desposeídos. Por lo tanto “México Insurgente” (1.914) tiene como uno de sus apartados esenciales la narración de los actos de Pancho Villa, cuantos más mejor; también se detiene Reed en la descripción de su carácter, desde un perfil positivo ciertamente, para entender mejor al hombre y la Revolución. Otro apartado de la obra es el relato del día a día en el ejército rebelde, pobremente pertrechado, y en al cual no solo el abastecimiento de armas es arduo, sino también el de comida; Reed construye aquí, estrictamente, un documental, casi como una novela de costumbres. Como consecuencia, el narrador desaparece casi completamente: no hay apenas un “Yo”. Lo que es relevante es la acumulación de datos, muchos de los cuales merecerán el apelativo de “históricos”. El norteamericano intenta un libro histórico-sociológico, con un componente de apología de los movimientos sociales y socialistas; sus ambiciones, es patente, no están en las “bellas letras”.
En “Los Caminos sin Ley” el narrador no está, en absoluto, difuminado; esto no es un documental, sino más bien un diario de viaje; un testimonio muy marcado por los intereses literarios, religiosos, y existenciales del “Yo” que escribe.
En “Vías de Escape” Greene nos lo expone nítidamente al referirse a su anterior libro en el mismo género: “Viaje sin Mapas”. El “Yo” de esta incursión en la Liberia de 1.935 es primordial e insubstituible en el texto; nuestro escritor admite que de otro modo no podría haberlo redactado. Posiblemente es una confesión implícita de su ineptitud como etnógrafo o sociólogo del África del Oeste; de igual modo los paisajes, acontecimientos y personas hallados en México han de sufrir su reflejo en el “espejo” que es el Narrador, para poder ser trasladados posteriormente al papel.
Como muy bien sabía ( y nos lo presentó artísticamente en los esperpentos) Valle-Inclán, los espejos deforman la realidad; pero también el arte lo hace, y ésta es una de sus funciones, no de sus defectos. Nuestro autor se ha quejado asimismo repetidamente de ser acusado por crear una supuesta región ficticia llamada “Greenalandia”, poblada por países y caracteres generados completamente en su imaginación literaria; él replica firmemente que el México de “El Poder y la Gloria”, la Sierra Leona de “El Revés de la Trama”, la Indochina de “El Americano Impasible”, la Cuba de “Nuestro Hombre en La Habana”, el Congo de “Un Caso Acabado”, el Haití de “Los Comediantes”, el Paraguay de “El Cónsul Honorario”, la España de “Monseñor Quijote” et alia, son lugares bien reales que él visitó y conoció suficientemente. Más aún muchos de sus personajes novelescos tienen claras correspondencias con individuos muy reales, como él mismo nos explica en sus textos autobiográficos.
Por otra parte los acontecimientos contemplados por este persistente viajero son reflejados de un modo peculiar e intransferible en el Yo-Espejo-Greene; si uno de nosotros hubiera estado en los mismos parajes que Greene en el México de 1.938 no habría vuelto contando el mismo “relato”, ni documental ni novelesco. La mención de “Greenlandia” debería ser considerada como un halago para su fabricador, como un tributo a su facultad para inventar todo un mundo paralelo (y menos aburrido), rico y bien delineado. No sabemos si al confeccionarlo nuestro escritor conseguía “escapar” plenamente de la depresiva cotidianeidad que le colocaba cerca del psiquiatra, pero sus lectores si lo hacen, aunque no posean síntomas de ansiedad existencial. ¿Fue el catolicismo también un “escape” para Greene”? Él lo niega rotundamente, y hemos de aceptarlo así.
Como conclusión, Reed figura en la historia de los cronistas y los revolucionarios, fue amigo personal de Lenin, murió en Moscú tres años después del triunfo de los bolcheviques y está enterrado junto al Kremlin al lado de otros héroes de la Revolución. Y Graham Greene figura excelsamente en la historia de la literatura; y esto último se comprende bien si apuntamos que después de “Los Caminos sin Ley”, y sin que hubiera tenido ningún plan previo al partir hacia México, compuso “El Poder y la Gloria”: una novela. Este es el universo en que mejor se desenvuelve, la ficción literaria: Greenlandia.
II.
La novela se inicia en un pequeño pueblo mexicano, más bien una aldea, a pesar de contar con un pequeño puerto fluvial; allí vive Mr. Tench., un dentista inglés (por cierto, de Nottingham) que se instaló hace casi veinte años esperando hacer lago de dinero en pesos. Es evidentemente un desarraigado, un hombre errante que ha quedado atrapado en ese ritmo lento de vida que domina en México, y con unos ahorros en una moneda que cada vez se devalúa más; un digno compañero para los personajes de “Bajo el Volcán” de Malcolm Lowry. Este hombre varado, este perdedor nato, quizás también “escapó” de una existencia aburrida en Inglaterra, de una monótona vida familiar con mujer y dos hijos, con quienes no ha tenido contacto en siglos. Tench se topa con un desconocido, descrito como de aspecto insignificante, que tiene intenciones de coger el barco a Veracruz; su único equipaje es una cartera para documentos y una pequeña botella de brandy. Ansioso por participar de éste el dentista le ofrece su casa mientras espera; allí el forastero observa sorprendido como una de las ventanas de la casa es una vidriera con la efigie de la Virgen; ¡curioso!
Mientras beben subrepticiamente, pues es evidente que en ese estado mexicano impera la ley seca, un niño reclama su ayuda para su madre moribunda; Tench no es médico, y el extraño tampoco, a pesar de tener cierto aire de serlo. A pesar de todo, ante la estólida persistencia del niño, decide acompañarle en mula hasta la casa de la enferma; pero, ¡si no es médico!
El narrador abandona aquí a Mr. Tench, el naufragio humano, y casi no volverá a ocuparse de él en todo el relato; porque vamos a seguir las cuitas de su visitante. Greene ya nos ha explicado, un tanto indirectamente, que la Iglesia del pueblo ha sido saqueada, y que el forastero es un fugitivo, y más que probablemente un sacerdote. El arranque de la novela tiene pues un cierto hálito del género policíaco, en el que el autor inglés se desenvolvía con facilidad; junto a sus esfuerzos más serios, escribía los que llamaba “entretenimientos”, dirigidos a un público más amplio en un país con mucha tradición de novela de intriga. Los motivos eran, en parte, alimenticios; e insistimos que sólo en parte, pues Greene utilizará la técnica de este tipo de relatos (despreciado por muchos críticos como un subgénero) para dotar de consistencia narrativa a sus textos; en sus manos, en su pluma, esta estructura de policías, ladrones y espías albergará unos contenidos mucho más densos; en ocasiones incluso teológicos.
Aunque nunca se nombra, es claro que nos encontramos en el estado de Tabasco, bajo la gobernación de Garrido Canabal, con la persecución de los miembros de la Iglesia romana en pleno empuje, y los Camisas Rojas en azimut.
En el siguiente capítulo hallamos al otro personaje principal de la obra; es un teniente de policía, defensor acérrimo de la ideología de la Revolución mexicana. Es un hombre de vida casi monástica, y moralidad sexual intachable, algo de lo que no puede jactarse el cura al que acaba de conocer Mr. Tench. Este servidor de la ley está poseído por un sentido de “misión”, no muy diversa de la de los sacerdotes católicos en lejanas tierras de paganos; pero el suyo es un cometido de finalidad opuesta: hay que terminar definitivamente con la explotación por parte de los propietarios de … casi todo en México. Y defendiendo al propiedad privada, incluso acumulando un gran trozo de ella en su país esta la Iglesia romana; el teniente siente no sólo animadversión ideológica hacia esta institución, sino aquilatado odio. Son los curas quienes fomentan la resignación de los pobres, quienes ofuscan sus conciencias con misterios ultramundanos de modo que no ven la nueva sociedad equitativa que les ofrecen los nuevos tiempos.
Si pudiera extrañarnos un policía tan “socialista” en México podemos remitirnos a la obra “Los Años de Laura Díaz”; en ella Carlos Fuentes, quien conoce a fondo la historia de su propio país, nos recuerda que el comunismo y el sindicalismo tienen hondas raíces históricas en el país centroamericano, aunque sólo se tratara de minorías más o menos cultas.
Estos son los antagonistas, que se enfrentarán por determinar la estructura social de este país todavía bajo las consecuencias inmediatas de la Revolución. A continuación el narrador nos presenta a una humilde familia (los padres , un hijo de catorce años y sus dos hermanas más pequeñas), también innominada, que vive junto a la Academia Comercial en la capital del estado; ella nos proporciona el único apelativo que tendrá el protagonista: el cura del whiskey.
Entre sus hazañas está la de haber bautizado a un niño con el nombre de Brigitta. Podemos conjeturar hasta que extremo abusaba del alcohol ese servidor de Dios; por ende, para multiplicar el escándalo, hay una explicación para ese nombre: es el de la hija que el cura tuvo con una de las mujeres de su diócesis.
Y junto a este personaje está el padre José, quien tampoco es ejemplar; al exigir las leyes del estado (Garrido Canabal, nunca mencionado por su nombre, en la sombra) que los curas se casaran o pecharan con las consecuencias, este individuo esencialmente débil cedió en toda la línea de flotación. En esos momentos es un hombre de 62 años, impotente, casado con una vieja arpía que lo ningunea, y el blanco favorito de las burlas de todo el patio de vecinos; el propio padre José percibe mejor que nadie cuán patético resulta.
Así que el cabeza de esa sencilla familia capitolina le dice a su esposa: eso es todo lo que hay en la Iglesia mexicana; sólo puedes elegir entre un cura borrachín, o un cura casado.
¿Qué pretende Greene con semejante dicotomía? ¿Es que ha olvidado la fe a la que se convirtió hace más de diez años ante las brutales realidades del México de Calles y post-Calles? Es saludable la autocrítica, pero ¿es preciso llegar a tales posiciones, fronterizas ya con el otro bando ideológico? Es muy visible también la honestidad del teniente, su falta de ambiciones políticas, su austeridad, su carencia de instintos arribistas; su objetivo es la justicia social, que hará mejor la existencia de familias como la presentada brevemente, la cual hasta ahora no tiene más elección de futuro que una Iglesia con réprobos y borrachos.
Nuestro novelista no quiere marcar las cartas, y nos transmite la información que recopiló en la tierra de los caminos sin ley: hubo pusilánimes y hubo desvergonzados. Pero también existe otro perfil de esa época, y la novela nos lo desvelará, incluso sin cambiar de protagonistas.
¿No resultaba todo esto muy alejado de los intereses de un autor británico de clase media, con presunciones de alta por las aspiraciones intelectuales de la familia? ¿Un graduado de la exquisita, selectiva y muy inglesa Universidad de Oxford? Bien; el caso es que la preocupación social y la mirada altruista hacia los desfavorecidos no era inusual entre los jóvenes acomodados (¿en qué momento del siglo XX lo ha sido?) residentes universitarios en Oxford, o en Cambridge.
Estas dos Universidades llegan muchísimo compitiendo, y no sólo en las regatas precisamente, sino por ser las formadoras de la clase dirigente de Inglaterra, tanto en la política, como en la ciencia, las letras y las bellas artes. Así viene siendo desde la Edad Media; un repaso a quienes han pisado sus aulas, en uno u otro lado de la cátedra profesoral, nos ilustrará de su relevancia cultural para la Historia británica.
En Oxford estuvieron: el filósofo Guillermo de Ockham, Tomás Moro, el poeta J. Donne, T. Hobbes, el arquitecto esencial de Londres C. Wren, el filósofo y politólogo Locke, R. Boyle, Halley, el escritor de liliputienses J. Swift, el fundador de la ciencia económica A. Smith, Lewis Carroll, Oscar Wilde, T.E. Lawrence (el de Arabia), J.R.R. Tolkien (el de los Anillos), el poeta T.S. Eliot. Aldous Huxley, E. Waugh, Indira Gandhi, et alia. Entre estos otros, la lista se completa con gente como un tal Bill Clinton, presidente de cierta colonia americana ya independizada; y con actores como Rowan Atkinson (Mr. Bean) y Hugo Grant …, no, no se trata de Laurence Olivier, y por muchas leguas de talento. Asimismo se incluye en las referencias a cierto Graham Greene, listado sencillamente como “autor”.
A pesar de todo la relación de los cantabrigenses no es menos impactante: el investigador del magnetismo W. Gilbert, el poeta J. Milton, los premiers W. Pitt y Palmerston, los poetas Wordsworth, Coleridge y Lord Byron, A. Tennyson, J.J. Thomson, los filósofos analíticos B. Russell y L. Wittgenstein, los físicos E. Rutherford y P. Dirac, el economista J. M. Keynes, los biólogos del ADN Watson y Crick, et alia.
Claro que hemos omitido, a propósito, al más grande de todos los científicos, Isaac Newton, que estudió y enseñó en … Cambridge; con lo cual ésta, se podría decir, gana la regata intelectual a Oxford. Y casi por goleada, en el terreno de las ciencias, si tenemos en cuenta que también asistió a ella el segundo inglés más decisivo en la historia de la ciencia: Charles Darwin. Pero, ¡atención!, otro elemento interviene aquí, pues Darwin estudió en Cambridge … teología, con la saludable intención de devenir ministro de la Iglesia anglicana; sus (inconclusos) estudios de medicina los realizó en Edimburgo. También en la Universidad de eta ciudad, la suya natal, inició su andadura académica J.C. Maxwell, aunque la terminó efectivamente en Cambridge, que sigue ganando a Oxford en las ciencias. Las ecuaciones de Maxwell crean un paradigma para la explicación de los fenómenos electromagnéticos, que sólo se subordina en importancia a la teoría newtoniana para la mecánica. También era de Edimburgo R.L. Stevenson, un niño de salud delicada, que debido a ello debía pasar muchas horas en le pequeño parque situado enfrente de su casa del nº 17 de Heriot Row; en él había un reducido laguito, y en medio una minúscula isla, que quizás el niño enfermizo soñó que ocultaba un tesoro.
Y continuando con Edimburgo allí nació también un individuo de estatura aventajada, cuerpo de armario ropero de los más sólidos, rostro más bien ancho, cejas pobladas y amenazadoras, boca de pato, ojos oscuros, pelo asimismo castaño oscuro y con grandes entradas que en su madurez ha dado lugar a una cabeza descapotable, sonrisa de chico travieso y gesto entre perdonándote la vida y riéndose socarronamente de ella. Tanto de musculoso joven, como de muy presentable señor mayor, un imán natural para el sexo opuesto; su nombre es, desde luego, Connery, Sean (en realidad Thomas) Connery. Su personaje más famoso, inventando por Ian Fleming , otro educado en un colegio de Edimburgo (Fettes, al que asistió también otro nativo de esa ciudad, Tony Blair), aunque no lo parezca en principio, sí mantiene vinculaciones con la historia que estamos narrando; mejor dicho, con su personaje principal, Graham Greene.
¿Por qué no se convirtió Greene el comunismo, como tantos otros jóvenes británicos de su generación? La preocupación por las clases obreras, el rechazo de un Imperio post-victoriano ya dando boqueadas (pero todavía con rapacidad colonizadora), la admisión de la inconsistencia de la jerarquía de clases, y de países … todo ello era habitual en los estudiantes privilegiados de Oxford y Cambridge con una mentalidad cuando menos “liberal”. Nuestro hombre asistió (con su inseparable amigo Claud Cockburn) a algunas reuniones del partido comunista, e incluso tuvo, un corto tiempo, carnet del partido; pero de ahí no pasó. Su opción, no sólo individual, sino también de futuro social, fue la Iglesia católica. Mucho de sus contemporáneos juzgarían esto como manifestación prístina de conservadurismo; ser más `tory´ que los `tories´. Evelyn Waugh, de la misma generación que Greene, y también convertido al catolicismo, era un decidido conservador prácticamente en todas las cuestiones sociales, y asimismo en su visión de la religión.
Greene es un hombre de izquierdas católico; un antiamericano con simpatías hacia los comunistas, nunca más fuertes que durante la redacción de “El Americano Impasible”. Pero nunca participó activamente en la lucha de clases, o en la eliminación de la propiedad privada de los medios de producción.
En “Una Especie de Vida” se halla este párrafo esclarecedor:
“Cuando pienso en ello, parece que hay algo extraño en torno a mis días en Oxford. Ciertamente no recuerdan los de Newman, ni las primeras páginas de “Retorno a Brideshead”; quizás se parecen más a los de Maclean y Philby en Cambridge”.
Newman es por supuesto el Cardenal, antiguo vicario anglicano convertido ya en la madurez al catolicismo; teólogo decisivo en el siglo XIX y un escritor de gran talla. El autor de “Retorno a Brideshead” es por supuesto Waugh, uno de los pocos que podrían competir con Greene por el título de mejor prosista inglés del siglo XX. Maclean y Philby son por supuesto, junto con Burgess y Blunt, los espías; los más descomunales traidores a la Corona Británica desde … nunca; incluyendo el hecho de que Sir Anthony Blunt era Conservador de la colección pictórica del rey Jorge VI, pariente y amigo personal de éste y de la reina. Sólo en 1.979, muchos después de que se descubriera a Burgess y Maclean, la “Dama de hierro” hizo pública la traición de Blunt, y éste dejó de ser `Sir´. Por su parte Kim Philby ha sido llamado el “espía del siglo”, porque en ciertos momentos su nombre sonó para el puesto de máximo responsable del SIS, el Servicio Secreto británico. Si lo hubiera obtenido el golpe habría magistral; la mejor partida de ajedrez ganada nunca por el KGB. En el caso de que Ian Fleming hubiera compuesto una novela con este argumento, le habríamos felicitado por lo inventivo e ingenioso de la trama, y le habríamos censurado por su inverosimilitud.
Ni siquiera la “Conjuración de la Pólvora” alcanzó tal nivel de deslealtad al monarca inglés; aquélla, preparada por Guy Fawkes, pretendía volar el Parlamento, con el rey Jaime I y sus ministros en sesión, colocando veinte barriles de pólvora en uno de los sótanos. Hoy la conjura es una fiesta de fuegos artifíciales, con niños disfrazados pasándoselo en grande; por el contrario las actividades de los chicos de Cambridge podrían haber concluido en algo más drástico, como tanques soviéticos en Piccadilly Circus. Tal evento también habría sido el “Fin de la Historia” en el sentido de F. Fukuyama, sólo que con un resultado absolutamente distinto al que supuso la caída del Muro de Berlín, y el desmantelamiento de la Unión Soviética.
Incidentalmente la motivación de Guy Fawkes y los otros elementos del complot era defender a la comunidad católica inglesa de la cada vez más apremiante política anglicana del gobierno. El católico Greene no tuvo, al parecer, conflictos con su confesión y su nacionalidad; aunque sí sus buenas raciones de espionaje.
Empezando bien pronto en tales menesteres. El párrafo citado más arriba es seguido de los recuerdos concernientes a su visita, con su casi inseparable C. Cockburn, a la zona del Ruhr con el ánimo de ayudar a los alemanes en su conflicto con los franceses. Éstos tenían a todas luces la intención de crear la llamada República del Palatinado (o del Ruhr), desgajándola del antiguo Reich alemán, logrando con ello un estado tapón muy conveniente en caso de nuevo choque armado con los teutones; el tiempo demostraría (estamos en 1.924) lo inteligente que pudo haber sido el proyecto. Sabedor de esto nuestro impulsivo joven había ofrecido su ayuda a los alemanes, quienes la aceptaron; éstos querían, simplemente, que Greene trabara lazos de amistad con separatistas pro-franceses del Palatinado, y luego informara de sus planes. Eso es espionaje, simplemente.
¿A qué estaba jugando Graham enfrascándose en todo ese rifirafe franco-alemán? Porque, no lo olvidemos, tenía diecinueve años; en “Una Especie de Vida” escribe que entonces todo el incidente le parecía excitante y grávido de aventura; incluso menciona el nombre de John Buchan, de “Los Treinta y Nueve Escalones”. Cuando lo rememora todo se asusta al pensar en el antiguo cabo austríaco del bigote charlotín, que Europa nunca debió tomar a la ligera, igual que Graham sus excursiónes por el Rin y el Mosela. En su descargo está su inexperiencia, que en 1.924 nadie en Inglaterra conocía a Hitler, y que segundas reflexiones le llevaron a no ver a los alemanes como inocentes corderitos-víctimas; ¡así que “jugueteó” con el plan de hacerse agente doble!
Quienes no consideraron este tipo de asuntos un divertimento de novela de peripecias heroicas fueron los cuatro de Cambridge; éstos, reclutados a comienzos de los años treinta, decidieron muy seriamente trabajar para un bando diferente al escogido primeramente por Greene. Y no era desde luego el pro-francés. Porque ellos se habían “convertido” también, al igual que nuestro novelista menos de un decenio antes; pero no al catolicismo, sino a la teoría económica (o la utopía, según la versión que se prefiera) más influyente del siglo XX: el marxismo.
La doctrina de Karl Marx aseguraba tener la fórmula para acabar con la injusticia milenaria en la distribución de la riqueza, y conseguir, por fin, la liberación de los aplastados. Esto último no lo había logrado el cristianismo, a pesar de la liberación de los esclavos y la declaración de la igualdad de todos los hombres (y las almas), porque no había atacado la yugular del problema: la propiedad privada. Moviéndose en el ámbito de la superestructura la religión de Jesús de Nazaret era incapaz de abordar los drásticos cambios que era preciso ejecutar en la infraestructura económica; como consecuencia se transformó en una pieza más de la maquinaria ideológica de la superestructura opresora: el opio del pueblo. El cristianismo, o cualquier otra religión, era para los “chicos” de Cambridge era parte integral del Sistema, que había que desmontar a toda; ello incluía la desobediencia civil, la revuelta armada, o las conductas éticamente cuestionables, como el espionaje. De cualquier manera, ¿quién no ha recurrido a ello en alguna ocasión? Phillip Knightley, el mayor experto mundial en la figura de Philby, escribió un libro sobre la larga historia del espionaje con un título que nos parece jugoso: “La Segunda Profesión más Antigua”.
Por otro lado Londres y Moscú ya se habían visto las caras en este tablero de la búsqueda subrepticia de información en las regiones del norte de la India y Afganistán. Allí, donde chocan los continentes, también lo hicieron los dos grandes imperios europeos: el ruso y el británico. Indios y afganos estuvieron a sueldo de uno y otro bando para ver quien conseguía conocer mejor los movimientos y las intenciones de uno y otro bando; el mundo temió incluso que los cosacos del zar y los cipayos leales a la reina Victoria se enfrentaran mortalmente, algo que finalmente no ocurrió. Es bastante defendible la tesis de que semejante encuentro bélico nunca tuvo lugar por la falta de recursos, militares y económicos, de uno de los bandos, el ruso; ciertamente el imperio británico en aquellas fechas de fines del siglo XIX, era todavía de un poderío amedrentante. Todo este período de intenso espionaje ha pasado a las crónicas con el nombre de “El Gran Juego”.
En 1.901 Rudyard Kipling una novela para niños (supuestamente) titulada “Kim”; éste era uno de los cientos de miles de golfillos que pululaban en las abarrotadas calles de las urbes indias. Sólo que tenía un rasgo distintivo: era blanco; hijo de un ya desaparecido soldado británico. Los de su raza descubren el hecho y de alguna manera deciden “apadrinarlo” en un intento de reconducir su vida por otros derroteros; así Kim se introduce en un proceso de aprendizaje, que incluye técnicas para aumentar la memoria (tanto verbal como visual), potenciar la atención, o pasar desapercibido para a la vez escuchar. El niño casi mendigo ha recibido un curso acelerado de espionaje, ni más ni menos; Kim ha entrado a formar parte del “Gran Juego”.
La Unión Soviética, continuadora geográfica que no política o social, de la Rusia imperial abandona ya ese “Gran Juego”; porque éste era una consecuencia de la política colonialista, que el nuevo Moscú no sólo descarta, sino quiere erradicar con todos sus medios. Fue esta auténticamente nueva cosmovisión la que atrajo a los cuatro de Cambridge; una opción por los desfavorecidos, por los proletarios, y contra la radical y esencial injusticia del capitalismo británico (masas obreras depauperadas en casa) y su colonialismo (más masas expoliadas en el exterior).
Para entender éste último hay que retornar a Kipling, su máximo adalid; él pensaba que la raza blanca (y esto hace referencia, no nos confundamos, primordialmente a los pueblos anglosajones) tiene el deber de expandir los valores civilizadores de Occidente a todas las etnias bárbaras e incultas. Tenemos aquí un límpido sentido de “misión”, de tarea que no puede ser eludida si queremos mantener nuestro status de seres morales y responsables; si ello tiene resonancias religiosas es porque la difusión del cristianismo era parte de esa empresa que debe sacar de la oscuridad económica y ética a los pueblos incivilizados.
La expresión literaria más conocida, y citada, de esta visión benigna y paternalista del colonialismo es el poema de Kipling “La Carga del Hombre Blanco”. Aunque es pecado literario rendir una pieza del género lírico en el de la prosa, vamos a hacerlo con algunos de sus mensajes; porque el texto transporta un contenido ideológico (en el sentido más lato de este término).
Exhorta Kipling al hombre blanco a que recoja su carga, y envíe a sus hijos al exilio para “servir” a sus nuevos cautivos; son éstos seres salvajes y hoscos, mitad diablos mitad niños. En esta tarea hay que vivir con paciencia, para buscar el provecho del otro y su ganancia; y cuando el fin (del otro) está cerca, poder sólo contemplar como la holgazanería y el desatino del pagano reducen todo a cenizas. ¡Ayúdalo con tus vivos y distínguelo con tus muertos!
Y a cambio el hombre blanco cosechará la acusación y el odio de aquellos a quienes han ayudado a progresar. Estos últimos gritarán: ¿por qué nos sacasteis de la esclavitud, nuestra amada noche egipcia? Por mucho que hagas, hombre blanco, estos hoscos pueblos te agobiarán a ti y a tu Dios; termina pues con los días infantiles, con la alabanza sin rencor; y busca tu masculinidad a través de todos los años sin agradecimiento.
Resulta un tanto chocante que todo lo anterior proceda de un poema, puesto que se asemeja más a un análisis sociológico (con bella expresión literaria) de las obligaciones y los costes de la expansión británica allende los mares. Kipling posiblemente estaba convencido de que un ejército de soldados indios, fundamentalmente cipayos, y su oficialidad británica serían capaces de colonizar … todo el planeta; ¡y si ello ocurría tanto mejor para el planeta! Sería éste una `civitas´ cristina, vigilada y guardada por el más galante conjunto de fuerzas militares posible; no como esas mesnadas semi-caóticas de los comehierbas cosacos, servidores mercenarios de ese patán que se hace llamar zar de todas las Rusias. Tal situación geopolítica de una Commonwealth que abarcar a casi todo el mundo conocido sería para Kipling una república cristiana-platónica casi inmejorable, una utopía. No hemos de insistir en que para los cuatro de Cambridge, por el contrario, tal estado de cosas sería una pesadilla espeluznante; la definitiva renuncia a la equidad, y la culminación de la alienación, tanto económica como ideológica. En cuanto a Greene, tampoco creemos que habría abrazado gozoso esa Comunidad Británica Mundial.
Examinando con detenimiento esta composición lírica chocamos con una pequeña sorpresa, pues no está redactada específicamente para loa de Britannia. El título completo es: “La Carga del Hombre Blanco. Los Estados Unidos y las Islas Filipinas”, y fue publicado en el McClure´s Magazine en el año de 1.899; se trata de una revista norteamericana con reputación de metomentodo, pero una de las claves para descifrar el mensaje de Kipling es la fecha. Tras la guerra hispano-norteamericana, este autor está exhortando, casi exigiendo, a los yanquis que cumplan con su “misión”; i.e. que acarrean les guste o no la carga que les toca como representantes de la cultura anglosajona, y transplanten la civilización y la decencia cristianas a las Filipinas (y a Cuba y Puerto Rico).
Esta encomienda de Kipling se nos manifiesta, en cualquier caso, como no del todo sentida y asumida. No en vano aquél vivió algún tiempo en Vermont con su esposa americana, y no fue nunca bien recibido por los locales y le importó un ardite la poca aceptación de esos que tan mal lo acogieron; de modo que abandonó para siempre Nueva Inglaterra, y se volvió, también para los restos, a la vieja Inglaterra; ésa que ya conoció Julio César, y que conserva restos de ciudades y murallas romanas. Faltaría más; siempre ha habido clases, estamentos, rangos … y élites. También Winston Churchill soñó con un mundo dirigido por los norteamericanos (su madre lo era, incluso con algo de ¡sangre india!), pero, ¡atención!, con una élite inglesa. De Kipling encontramos a menudo en las referencias su aseveración de que más allá del Canal sólo se crían progenies de segunda clase.
¿Es la visión manifestada por Kipling el colmo del sarcasmo y el racismo? ¿Se trata más bien de auténtica ingenuidad? Puede que ambos. No tenemos porque dudar de la vocación de altruismo que se encontraba en muchos de los que partieron a países controlados por los británicos; creemos (por poner un ejemplo muy fácil) que la llamada misionera de Livingstone era químicamente pura y no uno de los muchos ramales del colonialismo de su país. Aquél tuvo unas intervenciones en el África Central que contribuyeron a disminuir el comercio de esclavos, el cual era practicado extensamente no sólo por cristianos, sino por musulmanes (árabes o bantúes); de ese modo aún hoy en día la Iglesia de Escocia (con una denominación adaptada a esas naciones) está notablemente representada en aquellas latitudes, en las cuales los islámicos son un número no despreciable.
Un marxista estricto argüiría que Livingstone et alia eran testaferros de la explotación europea, al minar las culturas y religiones locales y difundir el cristianismo, que iba asociado a los intereses de la muy capitalista e industrializada Inglaterra. El cristianismo sería una parte más de la superestructura ideológica, que sólo refleja la infraestructura económica, la cual exigía la ampliación del mercado y la adquisición de materias primas. Un marxista menos determinista apuntaría que incluso en el caso de que estos ministros de la Iglesia (u otros portadores de una “misión”, incluso seglares) no fueran conscientes de servir a intereses espurios …, aún así el resultado sería el mismo. El no marxista no necesita acudir a estas finas distinciones, y acepta en primera instancia la generosidad de estos evangelizadores, y la plena autonomía de sus conciencias respecto a su “ser social”, que es el de pertenecer a la ciudadanía de una nación burguesa.
Kipling no era, ciertamente, un clérigo; ¿estaba pagado por los poderes colonialistas? No necesariamente; la mentalidad de un individuo es suficientemente autónoma, como para creer honesta y desinteresadamente en ciertas políticas, aunque en el fondo (estructura económica) sean las que más nos `interesan´.
La tesis de Kipling casa y encaja estupendamente con otra nacida en la Norteamérica blanca: la del Destino Manifiesto. Ésta puede entenderse como una derivación de la admonición del Presidente Monroe a los poderes europeos de no inmiscuirse en el continente, i.e. América para los americanos. Pero esto apunta a los angloparlantes, que deberán convertirse en la `raza de los señores´ en esta zona de la Tierra. Y por todo ello nuestra pequeña historia nos devuelve al ámbito de la Historia Universal, y específicamente a México unos cien años antes de la visita de Graham Greene; la pelotita de la cadena de argumentaciones ha rebotado hasta nuestro punto de arranque.
A comienzos del siglo XIX un número apreciable de anglos se había establecido en Texas, y su poca satisfacción ante el hecho de ser súbditos del reciente Gobierno mexicano llevó a la guerra por la independencia. Tras el enfrentamiento en el Álamo el general Houston atacó a las fuerzas de Santa Anna junto al río San Jacinto, mientras aquellas … echaban la siesta (¡glup!); la batalla duró sólo unos minutos y tras la victoria el general mexicano fue capturado mientras intentaba escabullirse disfrazado de simple soldado (¡vaya!). Así Texas se convirtió en república independiente (1.836), y los mexicanos perdieron 700.000 kilómetros cuadrados por echarse un sueñecito vespertino; y eso fue un preludio de pérdidas aún más cuantiosas unos diez años después.
Casi podemos imaginarnos a los acólitos de Kipling: ya lo decíamos nosotros, estos hispanoparlantes son incapaces de mantener un curso de la nave, que es precisamente aquel que les beneficia; han de ser `salvados´, por su propio interés, de su incompetencia e indolencia; los angloparlantes deben guiarlos a los senderos de la alta civilización y la racionalidad económica. Así pues, hay que enviar a nuestro hijos a México (o cualquier otro país americano), para que con puritano esfuerzo trabajen por el provecho y la ganancia de los colonizados; éstos, a quienes se extraerá de “su amada noche egipcia”, sólo responderán con la acusación y el rencor; y además siempre estarán cerca de derrumbar la labor civilizadora debido a su inveterada holgazanería.
Incluso el filósofo D. Hume, al comparar de pasada las actitudes de británicos y españoles en el Nuevo Mundo, juzgaba que la disposición de estos últimos en la administración se distinguía por el mismo término usado por Kipling: la holgazanería.
Los desafortunados sucesos (para los mexicanos) de 1.836 tuvieron su continuación, por casi los mismos motivos, exactamente diez años después. En descargo de Santa Anna y su gente en lo relativo al primer asalto, hay que reconocer que los norteamericanos contaban con la ayuda de John Wayne, y del sexto de caballería acuartelado en un barrio de Los Ángeles llamado el Bosque de los Acebos. Este segundo asalto también lo perdieron, con la humillante ocupación de la capital mexicana; pero no hay que confundirse, puesto que no fue ello el resultado de un paseo militar norteamericano contra los `morenos´ aztecas y mestizos. Hubo batallas indecisas, carretadas de muertos por ambas partes, y la guerra sólo acabó cuando los yanquis decidieron que sólo ganarían agarrando el corazón del enemigo, lo que consiguieron invadiendo primeramente el puerto de Veracruz. En estas circunstancias había norteamericanos que llegaron a considera conveniente ocupar todo el territorio hasta lo que hoy es México D.F., quizás más todavía; es posible entonces, quién sabe, que U.S.A se hubiera ampliado hasta Panamá (que entonces no era estado independiente), y su frontera sur habría sido con … Colombia.
Por nuestra parte poseemos la profunda convicción de que si los norteamericanos hubieran intentado algo parejo en los días de Emiliano Zapata y Pancho Villa, los ríos de sangre vertida y coagulada habrían sido suficientes para llenar el canal de Panamá, y los barcos habrían necesitado realizar una larga circumnavegación hasta el cabo de Hornos para alcanzar el Pacífico. Y es que los mexicanos de los días de la Revolución, con seguridad, no querían ser ni “manifestados” ni “destinados” por sus vecinos septentrionales. En 1.856 sin embargo hubieron de ceder, nueva y bochornosamente, más de un millón de kilómetros cuadrados. No pretendemos establecer una relación inmediata y determinista de causa-efecto entre estas humillaciones nacionales y el agitado México que recibió a Greene en 1.938; sólo recordar que la Historia no ha sido “fácil” para esa tierra.
En 1.899 ese Destino Manifiesto había traído como consecuencia la definitiva expulsión de los españoles de América, y del Pacífico; pero los conflictos en Las Filipinas fueron tan cruentos que hicieron lamentar a un escritor tan humorista como Mark Twain que nadie hubiera cantado La Carga del Hombre Cobrizo. Irónicamente fue este escritor quien expresó perfectamente, dentro de su habitual gusto por la sonrisa, la disposición mental que latía detrás del imperialismo británico (y después del americano):
“Dentro de no mucho tiempo -no sé exactamente cuanto- el globo pertenecerá a la raza anglo-hablante; y por supuesto también los cielos. Entonces las constelaciones serán reorganizadas, y bruñidas, y renombradas – la mayoría de ellas `Victoria´, supongo.”
La broma de Twain está en que el Congreso de EE.UU.(anglo-hablante) decidió llamar a la Osa Mayor el Gran Cazo, y el nombrecito se expandió muchísimo. El término “Victoria” indica que es Imperio Británico el que lleva primordialmente la Carga del Hombre Blanco, aunque los norteamericanos también contribuyen y aligeran algo tan pesado lastre.
Hay abundantes documentos sobre el peso de la doctrina del Destino Manifiesto en la conducta de los vencedores de Santa Anna y la España de 1.898, pero he aquí uno (cogido casi al azar) que no tiene desperdicio. En los momentos en que se discutía con calor la intervención en Las Filipinas el joven senador A. Beveridge, quien trabajo más tarde en el gabinete de T. Roosevelt (otro poseído por el impulso de “misión”) dejó estas palabras para los registros históricos:
“Es elemental, es racial. Dios no ha estado preparando durante mil años a los pueblos de habla inglesa y teutónica sólo para su vana e inútil auto-admiración … Nos ha hecho los absolutos organizadores del mundo para establecer un sistema allí donde reina el caos … Nos ha hecho aptos para el gobierno, de modo que podamos administrarlo entre los pueblos salvajes y seniles.”
En los años treinta del siglo XX era indiscutible que son los EE.UU. los que portan la antorcha de la raza angloparlante, pero el ya declinante Imperio Británico no ha desaparecido, y sus dirigentes no han mutado de cosmovisión. Ésta es de la que abominan Philby y los demás espías de Cambridge, porque no es el camino por el que transita, de verdad, la Historia; el fin de ésta, están ciertos, será la transformación de la clase proletaria en universal, i.e. en la única clase. Desaparecerán las distinciones, morirá la economía y la ideología burguesas, y la Justicia Social será omnipresente; quien no vea esta flecha de la Historia, se verá barrido por ella de cualquier manera. Como lo expresaría un estoico: es mejor aceptar (y desear) la Ley del Cosmos, que ser arrastrado por ella contra tu voluntad.
III.
En 1.968, cinco años después de su huida de Occidente a Moscú, Kim Philby decidió publicar un corto libro de memorias: “Mi Guerra Silenciosa”. Recoge acontecimientos de su vida sólo a partir de 1.940, y apenas hay en él nada de teoría de la economía política o de análisis macrohistórico. Por otro lado tiene tres proemios plenos de implicaciones intelectuales y morales; uno de ello es el del propio autor, otro de P. Knightley, y otro … de Graham Greene. Son textos cortos (el del último de apenas tres páginas), pero que han de ser leídos con tanto detenimiento como uno de Marx, o mejor de Hegel, puesto que sólo uno de los autores cree que la Materia es la verdadera categoría ontológica; no indicamos con ello su dificultad, sino su densidad.
En su introducción Philby llama a la Unión Soviética, lisa y llanamente, “la fortaleza interior del movimiento mundial”; y frente a ella, como enemigo siniestro, el “decrépito Sistema y sus amigos Transatlánticos”; éstos son los que portan todavía la Carga del Hombre Blanco, los que aún creen en el Destino Manifiesto …, y otras zarandajas del pasado oscuro de la Historia. Philby asevera que el futuro de ésta no puede estar más nítido: se encuentra en Moscú, desde donde él se halla escribiendo; tampoco duda de su veredicto, a pesar de la edad tenebrosa del culto a Stalin. Parece decirnos “La Historia me absolverá”, como escribió Fidel Castro tras su fracasado asalto al cuartel Moncada; precisamente Castro es el más acérrimo denunciador y opositor militar del Destino Manifiesto de la raza anglohablante, él, consumado (e interminable) hispanoparlante.
Comenta también nuestro espía que su decisión la tomó en 1.933 tras intensas lecturas, debates y cuestionamientos interiores; tenía entonces veintiún años, los mismo que Greene cuando abrazó el catolicismo; presumiblemente una edad muy madura para adoptar postulado intelectuales y éticos de por vida. Ninguno de los dos renegó de la fe adquirida a tan temprana edad.
Philby apunta que en aquellos días muchísimos jóvenes inquietos hicieron la misma elección; la diferencia es que posteriormente la abandonaron. ¿Causa? El estalinismo, desde luego. Él se ve obligado moralmente a justificar porque no cedió en su adherencia al comunismo; y toma como ayuda un texto de, ¡sí!, Graham Greene. En “El Agente Confidencial” un intelectual español es enviado por la República española a Inglaterra para anular una serie de maquinaciones fascistas; la protagonista le pregunta si está totalmente convencido de la Causa, y el agente replica que sí: los pobres, siempre los pobres. Y esto aunque los líderes del Movimiento (comunista) que los representa se equivoquen, o sean deleznables moralmente; hay que escoger una sola vez, y para siempre … y la Historia decidirá.
Philby apostilla al texto de Greene que siempre creyó en la Revolución, a pesar de individuos aberrantes como el georgiano de acero. En lo que respecta a nuestro escritor podríamos pensar, si somos conscientes de su catolicismo, que las declaraciones del agente confidencial tienen como blanco más la Iglesia Católica que el Partido Comunista; aquélla tiene una larga Edad Oscura, con actuaciones terribles de la Inquisición y apoyo descarado a los poderosos. Si los sacerdotes son los “líderes” de la comunidad cristiana, el padre José y el cura del whiskey tampoco son ejemplares, aunque no criminales como Stalin.
Por “Vías de Escape” sabemos que “El Agente Confidencial” y “El Poder y la Gloria” se terminaron en el mismo año; no sólo eso, nuestro autor (presionado por el tiempo y el dinero) escribía por las mañanas la primera y corregía por la tarde la segunda. ¿Cómo justificar el olvido de los pobres por parte de la iglesia mexicana, y muchas otras traiciones? El tipo de traición de Philby, al propio país, no es el único posible; quizás ni siquiera el peor; lo expresa así Greene en su prólogo a “Mi Guerra Silenciosa”, y también, más de veinte años antes, en las andanzas y desventuras del cura del whiskey, a quien ya es momento de volver a visitar.
Cuando el protagonista perdió el barco para Veracruz comenzó otra vez su vagabundeo (su Calvario) por las aldeas del estado, buscando (cada vez con más dificultades) algo de comida, albergue y auxilio. En cierta ocasión pernocta en el establo de una familia inglesa, los Fellows, gracias a la intrepidez de su hija Coral. Ésta, a pesar de tener sólo trece años, es ya una confirmada atea, por lo cual le sugiere al cura que “renuncie” y así salve el pellejo. Éste contesta que tal cosa es imposible; el sacerdocio es como una marca de nacimiento, un estigma imborrable, no importa cuantos actos de apostasía intentemos realiza.
Aquí esta la primera mención por parte del narrador del carácter extra-humano, trascendental, de la institución de los presbíteros; habrá otras alusiones al tema en el resto de la obra, y en otras varias novelas y piezas de teatro de Greene. Es uno de sus grandes preocupaciones.
Mientras tanto vemos a su némesis, el teniente de policía, hablando con el `jefe´ (también sin nombre), en un día de domingo en que no se oye una sola campana. Poco después de pasar por el recientemente construido edificio del Sindicato de Trabajadores y Campesinos, índice de los nuevos y revolucionarios tiempos, el teniente resume su objetivo político y personal: “Un día olvidarán que hubo alguna vez una Iglesia aquí”.
El narrador no define ideológicamente de manera concreta a este hombre: comunista, socialista, anarquista, sindicalista; es solamente un revolucionario. También él ha hecho una opción, exclusiva y definitiva, por los pobres; y no está dispuesto a ceder un milímetro en ese curso de navegación. Por todo ello confía ilimitadamente en el futuro social de México, y está dispuesto a perseguir tal fin con todos los medios; se percibe una clara disposición maquiavélica en él. La mejora de su país exige la eliminación de tres estamentos del “antiguo régimen” responsables de casi toda la injusta desigualdad: la Iglesia, los gringos, la clase política.
Si para atrapar al cura fugitivo es preciso pasar por las armas a granjeros de las aldeas que lo han cobijado y no lo han delatado … se hará. El fin justifica los medios. Si Norman Sherry ve mucho del propio Greene en el protagonista de esta novela, nosotros podremos ver `algo´ de Philby en el teniente; ambos están preparados para emplear medidas cuestionables y de excepción (el fusilamiento, el espionaje) para llegar a la Meta, porque ésta bien vale el sacrificio de unos cuantos individuos.
Siempre exhausto, y cada vez más vacío de energía física y espiritual, el sacerdote decide regresar a la aldea que fue su diócesis, donde se encuentran su hija Brigitta, y la madre de ésta. Vuelve, en algún sentido, a un lugar de vergüenza para él; el narrador nos confía abiertamente que este cura no tuvo nunca verdadera vocación de servicio a los humildes. Era un joven orgulloso, con el deseo de prosperar (su padre era tendero) y llegar a una holgura económica; quería alcanzar ese status del hombre a quien hay que respetar, ante cuyo paso los campesinos se quitan ceremoniosamente el sombrero.
Si la dicotomía egoísmo-altruismo es la piedra de toque de la moralidad, el policía gana por goleada al cura; ya vimos que aquél era de dedicación ascética a su trabajo revolucionario, sin aprovecharse de las mujeres, sin “mordidas”, sin maquinaciones de “trepa” político. El cura ha fracasado en muchos respectos en su “misión” con los aldeanos.
Cuando, después de seis años, celebra la misa otra vez en la aldea, su sermón tiene colores fuertes de resignación cristiana, y de alabanza de los pacíficos corderos: “El cielo es donde no hay jefe, ni leyes injustas, ni soldados, ni hambre”. Si el policía hubiera atendido ese oficio religioso, habría gritado: aquí tienen Vds. un ejemplo preclaro de lo que es el opio del pueblo; los curas proporcionando adormidera a las ya de por sí algo inertes conciencias de los campesinos mexicanos; no se rebelen, no reclamen una justa distribución de las tierras, no exijan la apropiación de aquellos mercancías que han producido.
Como lectores estamos en la obligación de preguntar: Sr. Greene, como hombre progresista e instruido del siglo XX, Vd. conocerá con certeza otro tipo de presbíteros católicos y otras secciones de la Iglesia romana, aparte de los apologistas de la estructura de laboratores, bellatores y oratores del Medievo. Greene apuesta fuerte cuando redacta estas frases tan propias de una Iglesia anticuada, casi reaccionaria. Pero la contrapartida la ofrece inmediatamente, y con contundencia de buen polemista y experto novelista.
En un esforzado y penoso encuentro con Brigitta el cura intenta transmitirle cuanto la ama y se preocupa por ella; en esta escena tenemos a Greene en plena forma de Greenelandia, navegando a todo trapo con el más favorable de los vientos.
El padre intenta comunicar a su hija cuanto la ama, y cuan importante es; asegura que por ella daría la vida, o mejor el alma. ¡Atención! Éste será el eje central de la más atrevida y arriesgada (sus detractores apostillarán tremebunda e inverosímil) de las obras teatrales de nuestro autor: “El invernadero”. Y ahora reproduzcamos las propias palabras del narrador, puesto que no en vano es un experto en el lenguaje y la traslación de emociones:
“Ésa era la diferencia, siempre la había sabido, entre su jefe y la de ellos, los líderes políticos del pueblo, que se preocupaban sólo por cosas como el estado, o la república: esta niña era más importante que todo un continente”.
Este párrafo es 100% Graham Greene. Y es aquí donde se separan los caminos, y los idearios socio-políticos, de aquél y de Philby; para el maestro de espías no se puede minimizar el cometido de esos líderes que sólo se preocupaban por cosas como el estado o la república; estas “cosas” son la eliminación de la alienación, la equidad, el derecho de asociación, expresión y manifestación, la educación pública, la sanidad garantizada, la redistribución de las tierras etc. Todo ello es esencial para la vida humana, para la dignidad, para la liberación de las cadenas de la explotación de clase. ¿Un niño más importante que un continente? ¿Cuántos niños son habitantes de un continente?
En el siguiente párrafo los dos ingleses se separan aún más. Greene hace decir al protagonista que si el Presidente de la República, allá en la capital, está protegido por multitud de hombres armados, Brigitta esta guardada por todos los ángeles del cielo. Porque tanto el narrador, como su personaje creen en ángeles, arcángeles, querubines y serafines, tronos y potestades; en la resurrección de los muertos, en la inmortalidad del alma, en Dios Todopoderoso, en que Jesucristo posee naturaleza divina, en su Segunda Venida, en el purgatorio, en la vida futura contemplando a Dios y así sucesivamente.
En todo ello no cree el teniente de policía, ni los marxistas, ni los espías de Cambridge. Entre el cura del whiskey (Greene) y el policía (Philby) puede haber muchas puntos de convergencia, como la preocupación por los pobres, el deseo de mejorar su lamentable condición laboral y sanitaria, la confianza en el futuro de México (y de la humanidad), la aspiración a la educación universal y gratuita, la creencia en la bondad natural del ser humano y su perfectibilidad … y mucho más. Pero discrepan radicalmente so0bre “lo que hay”, sobre qué clase de entes existen; recurriendo a las categorías aristotélicas podemos decir que no coinciden sobre lo que es accidental o substancial; o, mejor dicho, sobre qué tipo de substancias “hay”. Para el cura (Greene) hay: Dios, alma, mundo espiritual, cielo; para el policía (Philby) nada de lo anterior, pues todas ellas se reducen a Materia, la única y verdadera substancia; las aceptadas por el catolicismo no llegan ni al rango de substancias segundas (Ideas-Formas platónicas), son sólo entes de ficción.
Unas secuencias antes del arduo diálogo con Brigitta el cura ha celebrado la misa; y reflexionando toma conciencia de que por primera vez en seis años Dios mismo ha bajado del cielo y se ha presentado allí, en ese villorrio, en la forma del pan y del vino. La Eucaristía es un acto mágico, maravilloso, porque por medio de él el mismísimo desciende al valle de las sombras que es el mundo, y puede ser ingerido y bebido; ¿quién logra esta “milagrosa” transubstanciación? El presbítero; es comprensible la admiración-fijación de Greene por esta función de poderes desproporcionados; ningún ser humano tal capacidad de convocar al Señor con sus manos consagradas.
Aunque estas teorías que estamos examinando no son sistemas axiomáticos, también aquí hay de postulados como en “Los Elementos” de geometría de Euclides. Para el catolicismo tales serían:
1. Hay un Dios Omnipotente.
2. Jesucristo es Hijo de Dios, y también Dios.
3. Existe el alma como substancia simple e indisoluble.
4. Hay un mundo espiritual venidero, de eterna bienaventuranza.
Para los marxistas, anarquistas o revolucionarios radicales serían:
1. La Materia es la única substancia existente.
2. El Espíritu es sólo un epifenómeno de la substancia.
3. La infraestructura económica determina del decurso histórico.
4. Las ideologías son una derivación directa de la infraestructura.
Con estos primeros principios tan brutalmente diferenciados no hay componenda posible: o existe Dios, o la Materia y el modo de producción asociado a ella en cada etapa histórica. De tal manera que el cura y el teniente no podrán encontrar un amplio terreno común de creencia, cuando por fin lleguen a conocerse (después de “encontrarse” dos veces) y dialogar. Esto ocurrirá cuando el sacerdote sea traicionado (tema persistente en Greene, y en los chicos de Cambridge) por su particular Judas: un mestizo codicioso que se empeñó en seguirle a todas partes, sospechando de su identidad y oliscando las treinta monedas de plata de la recompensa. Tras su arresto en la misma zona fronteriza del estado (se supone que Tabasco, desde luego) los antagonistas intercambiarán interesantes estocadas dialécticas, camino de la capital donde al cura el espera el pelotón de ejecución.
En uno de sus primeros intercambios el teniente recuerda para el cura del whiskey sus años infantiles en uno de los centenares de paupérrimos pueblos de ese México trastornado socialmente; los latifundistas llegando a poner mala cara cuando repartían sus limosnas, cuando éstas son en realidad no dádivas, sino un parte ínfima de la riqueza generada por la fuerza de trabajo de los campesinos. Y para mayor oprobio la Iglesia siempre del lado de los poseedores de la tierra; el policía está poseído no sólo por la amargura, sino por un deseo de venganza contra esos explotadores cínicos que arruinaron su infancia y la de cientos de miles. Su propósito es que la nueva generación no experimenta tal infame estado de cosas; si para ello han de rodar cabezas, y es preciso fusilar a braceros protectores de sacerdotes … se hará; la Causa lo requiere y por tanto lo justifica. El fin conseguido será un Gobierno que distribuya libros, comida, asistencia sanitaria etc., y no oraciones consolatorias y por ello alienantes.
El protagonista tiene una réplica nítida. La revolución depende absolutamente de los individuos, los que la conducen y los que la secundan; y entre ellos hay abundantes egoístas y malvados, que desvirtuarían sus nobles objetivos. La consecuencia, según el sacerdote, será un retorno de los mismos abusos y depredación contra los que se levantaron los rebeldes.
En la Iglesia no encontramos una situación paralela; incluso si todos los presbíteros fueron inicuos, o tan cobardes y poco ejemplares como lo es él, aún así la Institución conservaría su sentido y sus funciones; cualquier sacerdote, cualquiera, puede impartir el perdón de Dios, y colocar en su boca el cuerpo de Aquél que ha remitido sus pecados. Poderosas y portentosas palabras las de esta persona que ha pasado la mayor parte del relato asustada, pusilánime y solicitando brandy; así serán también sus últimas horas, pero ello no impedirá que la Iglesia siga siendo portadora de la Palabra y el Perdón de Dios, que conducen a la eterna felicidad.
Por supuesto la gran pregunta es ontológica: ¿existe de verdad Dios? ¿Y es la Iglesia católica romana su creación? Porque hay muchas iglesias compitiendo por ser las depositarias de los mensajes del Altísimo; en realidad hay muchos dioses rivalizando por ser el único y auténtico. Para el teniente tal pugna no prueba más que el carácter “inventado” de las religiones: construcciones teóricas para enmascarar el criminal modo de producción del capitalismo.
Ante la fe del cura todos los movimientos sociales del siglo XX (comunismo incluido) pierden su lustre; ¿quién cambiaría la sociedad sin clases y la justicia social por el Paraíso? El teniente replicaría: ¿quién es capaz de creer esa patraña del Reino de los Cielos? En realidad le hace esa pregunta al protagonista, porque, ¿cómo un hombre educado como él se “traga” semejantes historias fantásticas? “No sé cómo un hombre como Vd. puede creer esas cosas. Los indios, sí. Bueno, la primera vez que ven luz eléctrica creen que es un milagro.”Ciertamente nuestro sacerdote tiene fe, quebradiza, despintada, desportillada …, pero ahí sigue, dando boqueadas y manteniéndole espiritualmente vivo; con todas las admisiones de cobardía que realiza, todavía le queda suficiente coraje, i.e. aún no ha perdido la gracia de Dios.
Con todo su sentido común y facultad para la fina argumentación teólogica este sacerdote ha sido capaz, por el contrario, de los siguientes enunciados: “¿Por qué deberíamos dar el poder al pobre? Es mejor que muera en la suciedad y despierte en el paraíso – siempre que no empotremos su cara en la suciedad.”
Para quien, como el que ha hablado, crea en la inmortalidad del alma y la vida eterna este razonamiento es muy coherente. De todos modos, Sr. Greene, con él resbala Vd. peligrosamente hacia el lado de los que denuncian a la religión como doctrina encubridora de la explotación y la verdad económica (para el marxista ésta es la única); si toda la comunidad católica aceptara sin cortapisas ese argumento, caería en una inercia completa, en un estado de amorfo conformismo, no muy distante del tan denostado fatalismo islámico. ¿Qué sentido tienen mis acciones, u omisiones en este valle de lágrimas, si lo que cuenta en el cómputo final es la adquisición del premio gordo de la lotería: la vida en los Cielos. Tales ciudadanos pasivos, tipo cordero atontado ramoneando todo el día y balando estúpidamente, serían el sueño (temporal, no eterno) de los terratenientes y empresarios burgueses de todo el mundo.
Tal género de cristianos es más propio de la Edad Tenebrosa, en que los fieles eran adoctrinados en la resignación, mientras que los señores feudales campaban a sus anchas por los predios, y los escolásticos debatían sobre cuantos ángeles pueden danzar en la cabeza de un alfiler, o cuántos kilos debe pesar el cuerpo para que ocurra la resurrección. Greene no está en el campo de la reacción, ni en religión, ni en política, ni en economía; quizás esta frase del cura protagonista distribuya algo de luz: “Yo no les narro cuentos de hadas que yo mismo no me creo”.
Si el catolicismo es una inversión de la realidad representada por el modo de producción, su tergiversación interesada y perversa …, entonces los sacerdotes (o al menos la mayoría) no son moralmente culpables; ellos no fabrican un cuento engañador y aturdidor para las conciencias de los oprimidos, sino que son firmes creyentes (¿víctimas también?) de él.
La ignorancia de los oficiantes de la misa no les libraría con todo de su cuota de responsabilidad para con la miseria social, si después de todo ha existido un error en las categorías ontológicas …, y no hay Dios. También Kipling (o Monroe, o Davy Crockett) podrían decir que ellos creían rotundamente en la superioridad de los anglosajones como pueblo administrador y civilizador; su convicción no puede excusar completamente sus asertos incitadores de políticas agresivas e inmisericordes de británicos y americanos.
Nuestro cura del whiskey considera altísimamente improbable el error en la doctrina católica; es más cree que Dios “anda por aquí, en el mundo”; y que los milagros no son acontecimientos de tiempos remotos y casi olvidados, sino que nos rodean en nuestra vida cotidiana. De modo que hay médicos que se encuentran con alguien sin pulso, sin respiración, sin latidos …, que los recupera; en ese caso no hablan de milagro, porque esa palabra no les gusta; y contestan que lo ocurrido exige que ampliemos nuestra noción de lo que es “vida”, ya que evidentemente no la hemos captado bien. Ni que decir tiene vemos aquí el germen de otra de las obras maestras del escritor inglés, “El Fin de la Aventura”.
Nuestro temeroso presbítero demuestra en lo anterior ser muy corajudo, bien que sea sólo epistemológicamente. Todo se reduce a creencias, y a convicciones que en última instancia se escabullen de entre los dedos de la contrastación empírica. Hay que elegir; Greene optó por el cristianismo romano, y Maclean, Burgess, Blunt y Philby por el marxismo de los pobres (como el “agente confidencial”).
Como los buenos gladiadores que después de varias acometidas mutuas aprenden a valorar al enemigo, los contendientes de “El Poder y la Gloria” han alcanzado el estadio del respeto mutuo; la calidad y excelencia de mi enemigo ensalza mi propia capacidad de combatiente. Como resultado el teniente, que es quien ha ganado, porque tiene el poder de ejercer la violencia legítima (eso es el Estado, según Max Weber), decide cumplimentar las dos grandes necesidades del condenado: confesión, y una botella de brandy. Lo primero no lo conseguirá porque el único clérigo disponible es el padre José, y a pesar del carácter excepcional de todo el evento, éste se niega por temor a perder la pensión que le ha asignado el Gobierno. La visita del teniente a este patético pelele, resto irreconocible de un ser capaz de transmutar la materia en substancia divina, es todo un triunfo para el representante de la Revolución; el padre José es un depósito de todas las flaquezas y mezquinas cobardías de la Fundación que el policía quiere extirpar como una mala hierba para México.
La rastrera negativa de su colega católico no debe desmontar en lo absoluto toda la línea argumental del cura del whiskey: se trata de un indigno miembro de la Iglesia, pero ésta sigue depositaria y transmisora de las Enseñanzas de Él.
El final del relato nos devuelve otra vez a la modesta familia de la Academia Comercial; la madre sigue leyendo la historia de un mártir mexicano contemporáneo, fusilado por el gobierno revolucionario. Es manifiesto el paralelismo con el cura protagonista, con la diferencia que aquél si fue valiente y modélico sacerdote hasta el último suspiro; en los fragmentos de la lectura hasta el niño de catorce años parece interesado. No mucho después éste ve cruzar por delante de su ventana al policía, quien para él es responsable no sólo del fusilamiento del cura de nuestra novela sino de las muertes de los héroes como Zapata, Villa, Madero, de modo que le escupe. Al día siguiente el niño debe abrir la puerta a un forastero que asegura estar en posesión de una carta de presentación para su madre, ante la renuencia del niño, añade en voz baja: soy un cura. Y antes de que pronuncie su nombre, aquél le besa la mano.
¿Es esto un final feliz? Para el católico Greene sí, y por añadidura la novela ñcomunica el estado saludable y resistente de la Iglesia en el México de 1.938 que el escritor visitó. Para los revolucionarios esta obra termina no con un final, sino con un retorno, el de la opresión económica e ideológica.
IV.
En su prefacio a “Mi Guerra Silenciosa” Greene reconoce sin dificultad que su amigo Kim Philby es un traidor; pero apostilla rápidamente: “¿quién de nosotros no ha cometido traición contra algo o alguien más importante que un país?”
Nuestro autor justifica plenamente al espía porque actuó impelido por verdadero idealismo; creía que la llegada del comunismo a Inglaterra era lo mejor para ésta, y para toda la sociedad occidental. Incluso si los ciudadanos (y desde luego el Gobierno de Su Majestad) no compartían su punto de vista, era por su propio interés que Philby pasaba información a la U.R.S.S. Greene recuerda que durante el reinado de la anglicana Isabel I muchos de sus súbditos deseaban su destronamiento y la victoria de la católica España, la cual (si triunfaba) devolvería a Gran Bretaña su antigua condición religiosa; la comunidad así formada era mil veces más deseable para los católicos británicos que la continuación en el poder Isabel, por muy legítima soberana que ésta fuera.
Sr. Greene, ¿está Vd. indicando que si hubiera vivido en esos años, también habría apoyado a los conspiradores pro-españoles contra Isabel I? Hay en este corto prefacio varias otras frases de nuestro escritor que resultan llamativas, si no retadoras, saliendo de alguien que trabajó el Servicio Secreto de su país; tanto es así que el propio Norman Sherry las examina en detalle en el segundo tomo de su biografía.
Como llevamos hablando largo lapso de traición, podemos recordar hasta qué extremos llegó ésta (o su abnegado heroísmo, desde el perfil de la URSS) entre los cuatro de Cambridge.
Guy Burgess trabajó durante un tiempo en la BBC; posteriormente entró en el SIS (o MI6, el Servicio Secreto), en la sección D, encargada de la propaganda y el sabotaje en las zonas de Europa ocupadas por la Wehrmacht. Más tarde ingresó en el Ministerio de Asuntos Exteriores (Foreign Office), y finalmente estuvo de secretario en la Embajada británica en los EE.UU. No estamos hablando de puestos subalternos e insignificantes de un funcionario de segunda clase …, durante todos esos años pasó continuamente información al NKVD, predecesor del KGB. Si no lo más decisivo, lo más llamativo logrado por Burgess fue la difusión a comienzos de los cuarenta de toda una batería de programas de la BBC rotunda y descaradamente pro-soviéticos. En uno de ellos cierto periodista de nombre Ernst Henri proclamaba la excelencia del heroico Ejército Rojo, y asimismo del NKVD; pues bien, él mismo trabajaba para esta última organización, y su alocución estaba cargada con mensajes en clave dirigidos a otros agentes secretos en suelo británico. Por lo demás Burgess no era el único infiltrado en las ondas; otro de ellos era amigo personal del Ministro de Información de Churchill. Éste, gran portador de la Carga del Hombre Blanco en el siglo XX, con toda certeza se habría comido su chistera y masticado su cigarro puro si sólo un mínimo porcentaje de la manipulación hubiera llegado a su conocimiento.
Donald Maclean entró muy joven también en el Ministerio de Asuntos Exteriores, con diferentes destinos: París, El Cairo, y finalmente Washington. En esta última fue representante oficial de su Embajada en cuestiones de energía atómica, de modo que podía entrar libremente en las instalaciones de la AEC (la comisión para la energía atómica). Muy posiblemente entró en contacto también con Klaus Fuchs, el luego famoso científico del supersecreto Laboratorio de Los Alamos, que había estado transmitiendo información a los soviéticos durante años; curiosamente Fuchs no era el único espía de la URSS en el Proyecto Manhattan. Todo ello tuvo como consecuencia que Moscú pudiera detonar su propia bomba atómica uno o dos años antes de lo que todos vaticinaban.
La influencia de Maclean en el desenvolvimiento de la Guerra Fría no puede catalogarse de minúscula, ciertamente.
Anthony Blunt entró en el MI5 (que a diferencia del MI6 se centra específicamente en contraespionaje) durante la Segunda Guerra Mundial, y en su capacidad conoció a fondo los planes de la invasión aliada de Normandía. Hemos ya mencionado su estrecha relación, e incluso parentesco, con la familia real; ello no le fue obstáculo para pasar información todos ese tiempo al NKVD, aunque es cierto que tras la guerra entró casi en hibernación en su función de espía.
Kyim Philby, entró en el MI6 (o SIS) en la misma sección D que Burgess; luego pasó a una nueva, que básicamente se ocupaba de lo mismo, i.e. la subversión en los países ocupados. Al volver al SIS se le encargó de la sección encargada de asuntos soviéticos; de ese modo, uno de los máximos responsables de contrarrestar el espionaje “del otro lado” era él mismo un agente comunista. La ironía es máxima, y los resultados letales para los occidentales. El evento más repetido relacionado con estas fechas es su delación de los agentes enviados por loa anglo-norteamericanos a Albania, con la intención de liquidar el régimen de Enver Hoxha; todos ellos fueron arrestados y ejecutados. De ese modo ese pequeño país se libró de entrar en la órbita occidental, y continuó siendo el más pobre de Europa, bajo la “tutela” del carismático Hoxha. Aunque si lo hubiéramos comparado entonces con Grecia, o la muy `otánica´ Turquía, no sabemos quien habría salido perdedor.
Las biografías como espías de los cuatro de Cambridge son suficientemente suculentas como para poner en ridículo permanente al SIS, e incluso a la CIA. Los hechos nos han sido recordados por una reciente serie de la BBC titulada, muy apropiadamente, “Los Espías de Cambridge” (2.003). No se trata de una producción para la gran pantalla, y carece de un abultado presupuesto para recrear todos los escenarios que describe; con todo, sin ser una obra señera, es una producción estimable y concienzuda en el retrato de los protagonistas. E justo añadir que éstos si están bastante bien interpretados, afirmación que casi resulta obvia en alusión a actores ingleses.
Quien interpreta a Philby, por cierto, es Toby Stephens, hijo el mismo de renombrados actores, y que tuvo a su cargo otro papel de espía el año anterior: fue el malvado de la función en “Muere Otro Día”, el último Bond hasta la fecha. Notable mérito para este joven actor, que tiene hechuras de estrella, interpretar al más grande agente del siglo XX, y al requetemalvado achienemigo del más grande … en la ficción.
En una importante escena de “Los Espías de Cambridge” éstos se mofan sarcásticamente de los servicios de seguridad ingleses por su ineptitud descomunal; en un momento u otro han tenido infiltrados comunistas (ellos mismos): en la radio y la televisión, con la influencia mediática que ello conlleva; en el Ministerio de Asuntos Exteriores; en el propio Servicio Secreto, incluyendo el contraespionaje; y al lado mismo de la familia real. No parece verosímil tal guión; ¡y sin embargo es lo que ocurrió! No ha salido de la imaginación de John Buchan, Ian Fleming o John Le Carré; ni siquiera de la de un cierto Graham Greene.
Además en esa escena no se menciona a un quinto espía de Cambridge, que lo hubo; fue John Cairncross, escocés, y a diferencia de los otros cuatro (y de Ian Fleming), de familia humilde (como Sean Connery, el ficticio espía). En realidad no tuvo apenas contacto con aquèllos, por lo que no se le puede considerar miembro de ese “clan”; pero fueron Blunt y Burgess quienes intervinieron en su reclutamiento para la Causa, y tuvo lugar también en Cambridge. Cairncross consiguió penetrar otra área del gobierno del Estado británico, el Departamento del Tesoro; aunque aún hay más, porque no hemos hecho referencia todavía a Bletchley Park. Aquí estaba el centro de investigación de códigos y cifras, y aquí los británicos (con la valiosísima colaboración de científicos polacos que conocían el reto con anterioridad) consiguieron hallar las claves del encriptado en Enigma. Ésta era la máquina empleada por las tropas alemanas para transmitir sus mensajes más secretos y comprometidos, por lo cual el logro de los expertos en Bletchley es descrito como el más importante del servicio de espionaje durante toda la guerra. Pues bien, Cairncross estuvo algo menos de un año en Bletchley, y pasó religiosamente información detallada a las tropas de Stalin sobre los mensajes interceptados de Enigma.
Sólo podríamos añadir que la Seguridad británica había de estar más ciega que un topo para no haber detectado la presencia en sus filas de cuatro (mejor cinco) topos, de un tamaño más parecido a un elefante que a un ratón. La CIA y el FBI tampoco mostraron mucha mayor agudeza, como lo prueba el caso de Fuchs y los otros relacionados con la investigación sobre la bomba A.
A partir de 1.960 los miembros del KGB comenzaron a llamar a este grupo de super-espías “Los Cinco Magníficos”, porque en ese año John Sturges realizó cierta película del Oeste inspirada a su vez en gestas de samuráis durante la época feudal. Desde nuestro punto de vista la denominación es ciento por ciento merecida.
En lo relativo a Cairncross apuntar que, pese a que por una torpeza de Blunt entró en el círculo de las sospechas en la misma época de la fuga de Burgess y Maclean, su desenmascaramiento público como espía llegó en último lugar. En 1.990 C. Andrew y O. Gordievsky dieron a la imprenta “KGB. La Historia interna”, donde por primera vez se revela al espía escocés como el `quinto´ de los de Cambridge; Gordievsky es él mismo un evadido de la URSS, puesto que desde 1.974 a 1.985 fue agente doble a favor del SIS ( no de la CIA). Es la historia de Kim Philby a la inversa, con huida rocambolesca incluida, para darle más pimienta al acontecimiento.
¿Estaban espléndidamente pagados los `chicos´ de Cambridge para arriesgar carrera profesional, vida familiar, futuro político y la piel por el movimiento comunista? No, según todos los indicios y las declaraciones; la causa fue la convicción, el idealismo, la fe en el comunismo como bandera de la justicia y meta de la Historia Universal. Por eso los defiende Greene. En el ya mencionado prefacio de éste al libro de Philby argumenta que también la Historia de la Iglesia Católica está llena de momentos negros, como la Inquisición. El dilema para el católico medieval era, o bien renunciar definitivamente a una institución tan poco edificante e incluso cruel abrazando otra doctrina (islamismo, judaísmo, descreimiento); o bien mantenerse dentro de la nave como marinero esperanzado en que, a pesar de los cambios arbitrarios de rumbo y las tormentas de fuego y tortura, se arribará el puerto destino prefijado. Éste es por supuesto el Reino de la Bienaventuranza eterna.
La mayoría de los fieles escogieron el segundo cuerno del dilema; lo mismo hizo Philby, según la versión greeniana. La URSS atravesó también su Edad Tenebrosa, con Stalin, pero lo “fieles” marxistas confiaron siempre en que llegaría un tiempo de luz tras el túnel de los gulag. Conclusión: Philby fue únicamente un hombre estrictamente leal a la Causa, aunque no a los individuos desnaturalizados que en algún momento la lideraron.
Greene argumenta que los católicos medievales soportaron a los Torquemada con el sueño de que algún día llegaría alguien como el Cardenal Roncalli, a quien nuestro escritor admiraba sin reservas. Nos es fácil imaginarnos a ambos en perfecta sintonía, debido a su preocupación por la redistribución de la riqueza y la condición de las masas trabajadoras. El Comunismo tuvo en Stalin a su Torquemada, pero llegaron soles más claros con Khruschov, o mejor aún con Gorbachov. P. Knightley nos cuenta en su prólogo al libro de Philby que éste recibió a Gorbachov con los brazos abiertos y la mejor disposición posible; era, decía, el hombre todos estábamos esperando.
Nuestro espía insiste en que una razón esencial para entrar en el KNVD fue la vergonzosa política de las democracias burguesas europeas, incluyendo la británica. El gobierno de Baldwin (dato ominoso: era pariente de Rudyard Kipling) permitió a los italianos hacer lo que les diera la gana en Abisinia; su sucesor Chamberlain hizo lo propio con Hitler en los Sudetes, y en la guerra civil española. Frente a esta carencia de moralidad política el único bando posible para un joven progresista y altruista era el de la URSS.
¿Está Vd., Sr. Greene, condonando cientos de años de una Iglesia asociada a las clases poderosas, fustigadora de herejes (verdaderos o inventados), latifundista y poseedora de siervos, chamuscadota y evisceradota de cuerpos humanos …, por la llegada del Concilio Vaticano II? Eso, Sr. Greene, nos parece alcanza un extremo muy peligroso éticamente; más aún teniendo en cuenta la breve del papado de Roncalli, y la gran cantidad de propuestas suyas que no se implementaron en el Concilio. Los reformadores pretendían abrir puertas y ventanas para que estancias centenarias y archivos de papeles ya amarillentos recibieran aire fresco y la atmósfera se renovara; como todos sabemos, por esas aperturas entraron muchas brisas comprometedoras: curas obreros, teólogos de la liberación, marxistas et alia. Así que hubo que volver a entornar las puertas, o incluso cerrarlas, para que la renovación no finalizara en “eliminación” de la Institución.
Gorbachov también buscó la `reestructuración´ de la Institución (la URSS), pero al abrir las puertas entró el tradicional y rugiente oso ruso (que no soviético): Yeltsin. Así se consumó el desmantelamiento de la URSS, y la vuelta a Rusia, que ya no es un Estado cosmopolita, universalista y proletario…, sino uno más en el conjunto de las naciones modernas aparecidas tras el Renacimiento. ¿Eso era lo que Vd. quería, Sr. Philby, o ante tal estado de cosas político habría demandado la vuelta de otro Stalin? Aquél murió en 1.988, por lo tanto justo antes de que cayera el muro de Berlín y se desmoronara el sistema soviético. Los acontecimientos indicaron que si se comienza a “re-configurar” el sistema de producción, las relaciones sociales, el proceso de trabajo, los medios de trabajo etc., al final se toca la cabeza de la Hidra: la propiedad privada. La sociedad soviética se transformó en rusa, y en ucraniana, georgiana, armenia, tayika, kazaja, uzbeka; y sus ciudadanos comenzaron la cantinela de: “esto es mío, y sólo mío, y nada más que mío; y si intentas quitármelo te romperé la cabeza con este auténtico bate de béisbol de Los Búfalos Mareados que me ha enviado mi primo, el que vive en Texas bajo la hégira de W. Bush.”
Es muy plausible aducir que la Iglesia romana fue mucho más políticamente sutil que Gorbachov y su equipo al impedir la continua entrada de tanto reformador social y teológico; porque pudiera ser que entre tantas nuevas interpretaciones del Nuevo Testamento, algún grupo propague la noción de que Jesús de Nazaret era simplemente un hombre portador de un Mensaje de Dios, i.e. un profeta nada más. Tal aseveración ya no es consistente con los axiomas de la doctrina católica, como otros varios que burbujeaban en las ebullentes mentes de los jóvenes teólogos cual pantallas emergentes de Internet Explorer; aquí estaba el límite fronterizo, y no se podía traspasarlo; hacerlo significaría no una reconstitución (una perestroika), sino una disolución. Hoy no hay URSS, y casi tampoco dictaduras del proletariado, sino si persiste la Iglesia católica. Greene (y el sacerdote de su novela) lo explicaría asegurando que el Mensaje de Jesús, a diferencia del de Marx, sí es absolutamente Universal, y sobre todo independiente de las imperfecciones de los individuos que los transmiten.
Recordemos que el cura del whiskey le razonaba al teniente de policía que si los líderes de la Revolución mexicana caían en los mismos vicios de rapacidad, acumulación de bienes, e inmoralidad que los anteriores latifundistas, entonces todo el designio perdía su significado. ¿Por qué? Aunque en el México de 1.910 no se inició un movimiento comunista, vamos a orientarnos a través de la teoría marxista para responder.
Para el materialismo histórico los seres humanos están milenariamente alienados, de modo que no poseen ni propiedad, ni un conocimiento cabal (científico) de la realidad social, porque las construcciones ideológicas (incluyendo la religión) se la ocultan (o mejor aún, la invierten). Si las masas obreras recuperan su derecho a la propiedad, y a la vez una descripción no tergiversada de “lo que existe”, ganarán por fin su auténtica naturaleza humana. Ésta, por definición marxista, es altamente modificable y perfectible, y en general “buena”; la Revolución bolchevique generará seres humanos (incluyendo a la clase privilegiada) no-alienados, no-explotados, no-ideologizados, no-desposeídos, ni humillados ni ofendidos; tales seres no poseerán por tanto pulsiones que los inclinen a la acumulación de productos y de capital, al acaparamiento de poder y al abuso de éste, a la holgazanería y al robo. Nada de esto tendrá lugar, porque no hay necesidad de robar, ni de acaparar; y la esencia humana no contiene instintos “malvados” que arrastren al aplastamiento del prójimo.
Ahora bien, si los Stalin, los Calles, los Canabal, participan de comportamientos antisociales, rapaces, e incluso criminales …, ¿cómo no predecir que exactamente los mismo se reproducirá en las masas ciudadanas, obreras, campesinas o (ex-)burguesas?
El protagonista de “El Poder y la Gloria” estaba en la certeza de que si todos los sacerdotes, o incluso la gran mayoría de los fieles católicos, fueran éticamente vergonzantes, a pesar de todo la Buena Nueva conservaría su fuerza y valor. Siempre pueden aparecer hombres mejores en tiempos mejores; en cambio la Revolución no sobreviviría a la indecencia de sus dirigentes y principales seguidores.
No albergamos dudas acerca de que Greene comparte completamente tales enunciados de su personaje, y que en este caso (no en otros de la obra), habla por su boca. ¿Cuál es la fuente última de esta radical divergencia entre catolicismo y comunismo? Greene nunca la manifiesta con estas palabras, pero nosotros vamos a emplearlas: el primero es portador de la Verdad (el Camino y la Vida), y el segundo no.
¿No resulta, después de lo establecido más arriba, algo inesperada no ya la amistad de Greene, sino la condescendencia de éste para con Philby? En su prefacio aquél propone como título, adecuadísimo, para el texto del segundo “El Espía como Artesano”; por consiguiente el espía como profesional, como individuo que acomete con responsabilidad su oficio; ¿éste exige la delación y muerte de ciertos miembros del otro bando? Si es necesario se determinará así, porque se trata de una guerra, aunque sea fría, secreta y “silenciosa”.
Norman Sherry no pudo evitar cuestionar a nuestro autor sobre el inevitable y espinoso asunto de los agentes anti-comunistas enviados contra Albania, arrestados y fusilados debido a los informes de Philby. Aquél respondió que tales agentes iban a matar a quienquiera que se les opusiese, por lo cual su ejecución no fue un acto criminal, sino de guerra. Lo revelador es que Greene se mostró, por primera y única vez ante Sherry, si no furioso si al borde de ser dominado por tan anti-británica emoción; el contenido heredero de la escuela victoriana también afilaba las garras por motivos de lealtad. Sherry menciona sorprendido la salida de Greene de los cánones de la flema; nosotros añadimos que alguien que escribe como y lo que Greene, no puede ser ciertamente flemático.
El propio Philby ha descrito a los agentes del SIS o de la CIA que delató como rufianes y matones, individuos marcadamente violentos y mucho menos recomendables que los ciudadanos de los países que tenían la intención de “liberar”. No hay pues remordimiento en él; quizás únicamente en el caso del matrimonio Rosenberg, que murió en la silla eléctrica por pasar información sobre la bomba atómica (relacionados por lo tanto con el caso de Fuchs, y también de Maclean).
Philby el hombre de oficio, el que trabaja con mensajes cifrados, con informes secretos, con evaluaciones políticas, con agentes infiltrados …, y también con las vidas de éstos y sus oponentes. Es la guerra, es otra vez como el Gran Juego entre rusos e ingleses en el Norte de la India (“Kim”), y el ajedrecista Philby es admirable como antagonista.
Graham Greene, después de sus escarceos en la zona de Ruhr ocupado, aprendió suficientemente de esa profesión. A comienzos de 1.942 fue enviado a Sierra Leona para informar sobre lo que se cocía (si es que alguien estaba cocinando algún complot) en la vecina África Occidental Francesa, leal a Vichy y desleal a De Gaulle. Sí, efectivamente, formaba parte de cierta organización que responde a las siglas de SIS o MI6, reclutado gracias a la intervención de su hermana y tras varios “sondeos” en una serie de fiestas muy inglesas, donde no faltaba de nada en un Londres bombardeado machaconamente por los teutones. Sí, lo repetimos una vez más; esto no es una novela de Greene, sino la vida de Graham; él mismo sería el mejor personaje posible para una de sus ficciones. Por fin, después de su primer ensayo a los diecinueve años, era un espía; y ello aunque su trabajo fuera leer papeles, no tuviera una secretaria llamada Monnypenny, ni tampoco tomara los vodka-martini mezclados y sin agitar. Curiosamente hubo otro Graham Greene, Sir Graham, tío del que nos ocupa y por el cual recibió éste nombre bautismal, quien además de Secretario del Almirantazgo y colaborador de Churchill tuvo que ver con el espionaje; él fue uno de los fundadores de la Inteligencia Naval, la institución bien real de la cual brotó el muy ficticio (¿o no tanto?) James Bond. Cuando el Graham más joven, en “Una Especie de Vida” rememora los hechos del Graham más viejo, que murió solterón a los noventa y tres años, se transforma de un individuo que escribe melancólica y reflexivamente sobre su lejano pasado en lo que siempre fue: un narrador puro; una novela parece comenzar, lo cual acontecerá en numerosas ocasiones durante su autobiografía.
Su jefe inmediato en Londres, el hombre que leía sus informes era (¡seguro que ya lo han adivinado!) Kim Philby. Tras permanecer más o menos un año en África nuestro hombre retorna para trabajar en Londres en la misma Sección, con lo cual tuvo trato continuo con Philby. Éste escribe que Graham le perdonará si menciona que no recuerda ningún informe espectacular mandado desde Freetown; aunque inmediatamente añade que quizás los franceses de Vichy eran incapaces de cualquier gran confabulación contra Su Majestad. Unas líneas antes ha afirmado que esas fechas contemplaron la incorporación a su sección de dos “deliciosas asociaciones”; una de ellas, naturalmente, fue Graham. Éste ha piropeado a Philby en el prefacio por su oficio, su lealtad y su idealismo.
Hay una especie de camaradería entre los dos autores, que se presentan sus respectos y afecto a través de los centenares de millas que separan Londres de Moscú, por medio de sus respectivos textos. Más aun, hay un campo gravitatorio de “colegueo”, de buenos compadres entre ellos; dos buenos jugadores que se respetan a pesar de que están intentando marcar goles para equipos contrarios; es el “juego limpio” de los habitantes de las Islas.
Pero, Sr. Greene, en este antagonismo caballeresco entre Vds. no sólo cuentan y se miden las formas, la configuración general de la partida; aquí, a diferencia de en ciertas manifestaciones artísticas, hay que ir al contenido, al meollo, al “corazón del asunto”. Esta expresión, que usa el mismo Philby al final de su libro, es la empleada por Greene en su (posiblemente) obra maestra: “The Heart of the Matter”. Hay que, sí, marchar irremisiblemente al corazón del problema, al núcleo de la cuestión, al revés de la trama; no se ganan o pierden sólo caballos, alfiles, peones y torres, sino modos de producción y superestructuras ideológicas.
Philby defiende una estructura social en la que la mayoría de sus libros no se podrían leer, Sr. Greene; desde luego no podría leerse “Retorno a Brideshead”, ese infecto libro decadente, melancólico y sin ímpetu de transformación de la realidad existente, apologista de la más rancia aristocracia inglesa, aquélla que existió antes de llegar esa vulgaridad llamada religión anglicana. El Sr. Philby quiere un mundo en el cual Vd. no podría asistir a los servicios de su religión, ni confesar sus faltas y ser perdonado.
Por otro lado, Sr. Philby, su amigo Graham, que conoció muy bien los fumaderos de opio del Extremo Oriente, está bajo el permanente efecto de la adormidera; el infeliz piensa que hay un Dios compuesto por tres personas, que cierto hombre (un judío de la época del emperador Augusto) tenía dos naturalezas distintas, que el alma es inmortal, y que al final de la Historia los muertos resucitarán y todos seremos juzgados por nuestros actos. Cuando Vd., Sr. Philby, sabe muy bien por su lecturas de “El Capital” y otros textos del materialismo histórico, que al final de la Historia, tras la ardua y trabajosa dictadura del proletariado, lo que sobrevendrá será la Sociedad Sin Clases. Mientras que el Sr. Greene, erre que erre, insiste en que al Final llegará la Vida (espiritual) Eterna, precedida por un milenio feliz tras la Segunda Venida de Jesucristo.
¿Dictadura del proletariado o Parousía? ¿Sociedad sin clases o mundo futuro espiritual? Hay que elegir necesariamente, y no estamos ante una partida de damas; la disyunción es exclusiva y no inclusiva, aunque lo último lo hayan intentado muchos curas comunistas y guerrilleros, muchos marxistas que van a misa, algunos revolucionarios mexicanos que rezan a la Virgen de Guadalupe, algunos escritores católicos de izquierdas.
V.
¿Por qué? Ésta sigue siendo la pregunta del millón (dólares, libras o rublos) respecto a los Cuatro de Cambridge. ¿Por qué cuatro jóvenes de situación acomodada, éxito académico y prometedor futuro al servicio del Imperio se convierten a la ideología comunista que intentar desmembrar éste y todos los que haya? Porque, no nos equivoquemos, se trata de una “conversión”, tan honda y arrastradota de la voluntad como la religiosa. ¿O quizás no? ¿Fueron las motivaciones mucho más pedestres y nada enaltecedoras?
La conversión a una religión es una transformación anímica difícilmente accesible para las herramientas explicativas de la psicología científica: ¿cómo dar cuenta de un giro copernicano en el modo de entender y vivenciar el mundo por parte de un individuo. En el otro extremo categorial Thomas S. Kuhn ha insistido asimismo en que el cambio de paradigma científico (teoría explicativa básica en una rama de la ciencia) es análogo a esa transmutación brutal que experimenta el converso; por tanto es poco probable que construyamos una teoría científica (psicológica) que explique las modificaciones de la psique .., cuando ésta decide cambiar de teoría científica (física-química-biológica) para aprehender la realidad externa. El individuo veía el mundo con las categorías aristotélicas y ahora lo hace con las galileanas; antes contemplaba la realidad externa cartesianamente y ahora lo hace newtonianamente; hace algún tiempo tenía unas “gafas” de colores newtonianos, y ahora las tiene einstenianas.
¿Qué ocurre en la psique de Philby et alia para la substitución de una cosmovisión (o mejor, sociovisión) liberal-burguesa por otra marxista? El propio Philby asevera en su libro, no siendo muy explícito la verdad, que su “conversión” fue causada por hondas lecturas y detenidas reflexiones; estos procesos sí pueden analizarse desde la racionalidad científica imperante. ¿Pero hay algo más que lo que se presenta “a simple vista”? Creemos que sí.
P. Knightley y Greene tratan , faltaría más con un compatriota y colega, a Philby con mano de seda y guante blanco. Un acercamiento bastante diferente se encuentra en “Los Espías de Cambridge”, de V. W. Newton. Posiblemente porque este último es norteamericano, y mucho menos impasible que el Pyle de la novela de nuestro escritor.
No es que V. W. Newton diga que Philby es la rata más asquerosa de la cloaca más sucia del barrio más lumpen de la ciudad más inmunda del estado más deprimido de la tierra…, no, no lo dice nunca. Sólo que en ocasiones el lector tiene la impresión que desearía gritarlo para calmar la furia que aquél y los “otros” de Cambridege le producen por la cantidad de vidas americanas perdidas a causa sus nefastas maquinaciones. Para V. W. Newton Philby, y los demás, son sólo equiparables a Harry Lime: el Tercer Hombre en la vida real (del espionaje) es tan despreciable éticamente como el Tercer Hombre de la ficción literaria; un canalla, y nada más, no un iluminado por la gracia de la Verdad marxista. En “La Peste” el doctor Rieux ha perdido la gracia debido a su agnosticismo, pero su integridad moral es a prueba de fuego , y de miasmas; si este buen médico nos comunicara que se ha volcado ideológicamente en la doctrina marxista podríamos ratificar su altruismo y sincero milenarismo. Ningún juicio similar debería aflorar a nuestros labios, opina V. W. Newton, en el caso de Philby y los Cuatro de Cambridge.
VI.
En la serie “Los Espías de Cambridge” una de los momentos más conseguidos dramáticamente, tanto de guión como de interpretación es aquél en el cual el joven Philby le confiesa sentidamente a su controlador del NKVD su dedicación a la causa de los pobres y desprotegidos, y su orgullo por ser capaz de aliviar en algo su situación; éste le contesta que en una vida anterior fue sacerdote, pero después de contemplar los horrores de la P.G.M. perdió por completo la fe. Le era imposible creer que un Dios bondadoso y todopoderoso hubiera permitido semejante carnicería humana y cataclismo social; así que abrazó otra causa. Éste hombre se llamó Teodor Maly, nacido en Hungría, ordenado como sacerdote católico antes de la P.G.M., durante ésta fue hecho prisionero por los rusos, y allí experimentó su Calvario transmutador.
“KGB. La Historia interna” nos reproduce las palabras de Maly a uno de sus agentes, alguien como el propio Philby: “Todos estábamos cubiertos de parásitos y muchos morían de tifus. Perdí la fe en Dios y cuando estalló la Revolución me uní a los bolcheviques. Ya no era ni húngaro, ni cura, ni cristiano, ni siquiera el hijo de alguien. Sólo era un soldado “desaparecido en combate”. Me hice comunista, y lo he sido siempre desde entonces”.
Ominosas palabras; las de alguien que ni pudo ni quiso esperar la llegada del Cardenal Roncalli y su aire fresco, y se pasó a los del otro bando.
Coral Fellows, la niña inglesa de trece años, también le preguntó al cura de nuestra novela porque no “renunciaba”; éste no lo hizo, como Maly. Ni siquiera, a pesar de su debilidad de espíritu, estuvo nunca tentado de hacerlo durante todo el relato; el motivo tiene que ser muy elemental: él no había perdido la fe como el controlador de los cuatro de Cambridge. El caso de este último es raíz de una temática muy frecuente en los existencialistas años sesenta, ya fuera en la literatura (Albert Camus), o en el cine (Ingmar Bergman): el silencio de Dios; ello es muy gráfica y potentemente presentado en películas como “Los Comulgantes” o ese ya clásico llamado “El Séptimo Sello”. Pero también lo analizó muy bien Camus en una novela sobre una epidemia, que es una situación casi tan devastadora como la guerra.
“La Peste” es posterior a “El Poder y la Gloria”, se desarrolla en Argelia y desde luego no versa sobre persecución religiosa; pero hay también en ella un sacerdote que sin ser el protagonista aglutina los momentos más filosóficos de la trama.
El escenario es la ciudad portuaria de Orán; cierto día los servicios de recogida de basuras encuentran un apreciable número de ratas muertas en las calles. El hecho es inusual, y en consecuencia no hay que buscar explicaciones; lo excepcional es difícilmente repetible. Sin embargo el fenómeno sí se repite en los siguientes días; más aún, el número de roedores muertos aumenta de forma extraordinaria, hasta devenir un verdadero problema higiénico. Ante estas circunstancias las autoridades sanitarias se ven abocadas a reconocer lo inevitable, aquello de lo que se habla en susurros e inspira pavor irracional: es la peste.
Lo que sigue es lo habitual en estas situaciones, lo cual no disminuye su tremendismo. La ciudad de Orán es cerrada y candada; se halla circundada por un cordón sanitario, ciertamente no de esparto sino de férrea constitución: nadie entra y nadie sale. Hospitales abarrotados al límite de su capacidad funcional; muchos otros lugares habilitados como tales; instauración de casas de cuarentena; y por último, campos de aislamiento para los afectados, pertrechadas únicamente con tiendas de campaña.
Entre los muchos encargados de combatir la plaga (héroes silenciosos), están el ya veterano doctor Castel, y el mucho más joven doctor Rieux. Este último es además el narrador, aunque no lo admitirá hasta el final de la novela, por lo que ésta se escribe en tercera persona. Rieux es, como Camus, un individuo ciento por ciento descreído; pero también es alguien de total entrega a su profesión y a su prójimo, con comportamiento éticamente intachable, que se manifiesta más patentemente durante una situación de excepción como la presente. Es por ello que los comentaristas católicos no han dudado en llamarlo “santo laico”, pues sus actos son modélicos…, sólo que no cree que Dios existe. El buen doctor es, ciertamente, mucho más presentable como patrón moral, que el cura de “El Poder y la Gloria”. No albergamos dudas respecto a la sintonía que Greene sentiría en relación a gentes como él, bien sea en la literatura (el médico de la leprosería del Congo belga en “Un Caso Acabado”), bien en la vida real.
Pero además de medidas sanitarias y la búsqueda acelerada y angustiosa de un suero que corte el asalto de la epidemia, es necesario también consuelo espiritual. No sólo eso; la población demanda algún tipo de “explicación” extra-médica de la carga que están sobrellevando, que en algunas familias con fallecidos es un tortura. Para ese cometido está el padre Paneloux. Camus nos explica que aquél es un jesuita, con un estilo renovador dentro del cristianismo; no es en absoluto un cura “carca” y medievalizante. Ello no impide que se trate de un sacerdote muy exigente en cuanto a la existencia que se espera de un cristiano, siendo él mismo el primero en aplicarse la norma.
Paneloux es, por lo demás, experto en epigrafía y en la Historia de la Iglesia Africana; por lo tanto un gran conocedor de San Agustín, el cual nació y ejerció su obispado precisamente en las mismas tierras en que ahora se ha desatado la plaga. El obispo de Hipona puede ser descrito como el primero en ejercer esa función que incluye dos términos que no mucho antes de él se habían considerado antitéticos: filosofía cristiana. Paneloux está así pues bien pertrechado intelectualmente para “dar razón” de lo que ocurre desde una perspectiva cristiana.
La comunidad cristiana de Orán, informada del cometido asignado a Paneloux, asiste con expectación a su primer sermón, que comienza así: “Hermanos míos, la desgracia ha entrado en vosotros; hermanos míos, vosotros lo habéis merecido.” Son juicios de formidable amonestación, y no parecen provenir de un cura “moderno”; por lo demás la alocución continúa con el mismo tenor. Recuerda (y advierte) el jesuita que la primera plaga de la Historia esta dirigida contra lo que soberbios, que se atreven a oponerse a Dios; concretamente contra el Faraón que intentó desoír las exigencias de Moisés. Orán es comparada con Sodoma y Gomorra; sus habitantes creían que bastaba con ir a misa los domingos y confesar puntillosamente sus pecados, para salir a la calle y volver a cometerlos los días laborables. Pues bien, Dios se ha hartado de tales comportamientos farisaicos y ha lanzado su cólera contra esta comunidad de pecadores; aquélla se ha manifestado como la más letal y contagiosa de las enfermedades. La única explicación de la peste, la única responsabilidad, está en los hombres y su contumaz alejamiento de los Diez Mandamientos de Dios. Ha llegado el instante en que el cáliz de Su Paciencia se ha colmado, y al derramarse ha producido en primera instancia la muerte de miles de ratas, y a continuación la de cientos de humanos. Cinematográficamente contamos con un espléndido ejemplo de todo lo anterior en la procesión de flagelantes de “El Séptimo Sello” de I. Bergman; en una Suecia medieval también azotada por la plaga estos hombres desesperados manifiestan su repugnancia ante pestilencia “moral” de nuestro género, comenzando por la suya propia, de ahí el autocastigo con látigo; y de la moral ha arribado la fisiológica, y las personas se encuentran ahora corporalmente infectados. Única y exclusivamente suya es la culpa, pues suyos son los pecados.
El sermón del jesuita tiene una terminología antiguotestamentaria más que evangélica; su denotación es hacia el Dios justiciero y muchas veces furibundo de la primera parte de la Biblia; ese Ser atronante que reclama el cumplimiento estricto de sus sagrados mandatos y que amenaza con la espada, la guerra …, o la peste. Es Aquél que ruge: “Mía es la venganza”. No es en absoluto el tipo de lenguaje que sale de los labios del cura del whiskey; él también está sufriendo el azote de una `plaga´, de origen y carácter contrastadamente humano, pues su causa no es la inmoralidad de Sodoma, sino Elías Calles y Garrido Canabal. Pero este sacerdote no está corroído por el deseo de venganza o el odio cerval al gobierno revolucionario de Tabasco ( o de México capital); Greene describe con trazos inequívocos el respeto mutuo que hay entre los dos contendientes, el clérigo y el policía; además aquél siempre tiene en su boca y en su mente la palabra amor, y no sólo cuando piensa en su hija Brigitta, sino también cuando llena su mente de los Camisas Rojas, o el traidor mestizo, o el cobarde padre José.
Afortunadamente el, padre Paneloux termina su arenga con la palabra amor; ésta es la clave para comunicarse con Dios, y que éste termine con la catástrofe. Y es que antes ha asegurado que, al igual que en los días faraónicos o medievales, si al ángel vengador enviado por el Señor señala la puerta de una casa, ningún medio humano podrá impedir que allí penetre la muerte negra. El jesuita remacha además que ese nuevo medio “moderno”, la ciencia y la medicina, es tan impotente frente a Su Voluntad y Su Furia, como los “antiguos” a la disposición de egipcios o lombardos. Se niega a reducir la tragedia a una cuestión explicable por la bacteriología, que establece las tres clases de peste y sus efectos más o menos nocivos: bubónica, neumónica y septicémica; para el religioso detrás de la aparición de los bacilos, tema para la ciencia aplicada, está la voluntad de Dios de manifestar su decisión en lo relativo al comportamiento inadecuado de los habitantes de Orán.
La explicación de Paneloux, e incluso su fe llegaríamos a decir, se someterá a una prueba de fuego, a una verdadera ordalía medieval ahora en tiempos contemporáneos, con otro acontecimiento nuclear del relato. El juez de instrucción Othon tiene un hijo pequeño que ha sido atrapado por la infección; se le transporta al hospital, donde el doctor Rieux decide ensayar en él un suero preparado por su colega Castel. En derredor de la cama del niño, bebiendo con los ojos los derroteros del mal en su delicado cuerpo, están los principales protagonistas de la novela. El joven paciente experimenta lacerantes dolores de estómago, convulsiones, escalofríos brutales que producen sacudidas violentas, aprieta con los dientes con fuerza que amenaza con quebrarlos, sacude la cabeza con vocación demente, sus manos agarran y arañan desquiciadamente la cama, y por fin comienza a emitir un largísimo y espeluznante grito. En ese momento el jesuita especialista en la Patrística africana suplica: “Dios mío, salva a este niño”. Ante el horror de los testigos ante el lecho, el niño continúa y continúa gritando …, hasta que finalmente se calla; ha muerto.
Consumado todo el doctor Castel, siempre profesional y científico, comenta que sólo queda seguir investigando para modificar el suero que ha sido administrado, confiando en que unas alteraciones resultarán en una vacuna. Rieux se encuentra en un estado de ánimo muy diferente, más humanista-existencialista y le lanza al sacerdote: “Éste, por lo menos, era inocente; Vd. lo sabe muy bien”.
Paneloux: “Pero acaso debamos amar lo que no podamos comprender”.
Tertuliano acuñó la repetida frase (que probablemente no se expresara así originalmente): “Credo quia absurdum”. Esto fue asimismo leitmotiv de la filosofía de Soren Kierkegaard, predecesor danés de los existencialistas alemanes y franceses, y por lo tanto de la temática de Camus. Tres personas distintas y un solo Dios; un hombre con dos naturalezas; el pecado original de todos los hombres; el alumbramiento por parte de una mujer virgen; un Dios todo amor que contempla la injusticia por doquier etc. etc. Todo ello repugna a la mentalidad racional de los “griegos”; para el pensamiento filosófico de la época de Tertuliano (y de San Agustín, dos siglos después), anclado en la coherencia lógica, las afirmaciones fundamentales de esa religión nueva surgida del judaísmo son inconsistentes. Pero, apuntaría Tertuliano, precisamente por ello hay que creerlas; lo absurdo de su contenido sólo puede ser signo de su incontrovertible verdad, que Dios nos ha revelado; Él, que esta por encima del principio de no-contradicción, y los demás presupuestos lógicos, puesto que también son obra suya.
Paneloux se ha ubicado en esa atalaya tertuliana, y no piensa abandonarla por muchas muertes inocentes que deba contemplar. Rieux, el hombre de ciencia que cree en la causa única debido a los bacilos, se revuelve fieramente contra estos artilugios teológicos.
Rieux: “No, padre –dijo- . Yo tengo otra idea del amor. Y rehusaré hasta la muerte amar esta creación donde los niños son torturados.”
Paneloux: “Doctor –dijo con tristeza- acabo de comprender eso que se llama gracia.”
Rieux: “Es lo que yo no tengo, lo sé”.
Tampoco la tiene el teniente de policía de “El Poder y la Gloria”, harto de ver las exacciones de los latifundista y la complicidad (o el silencio) de los eclesiásticos. Tampoco la tenía, o mejor la perdió definitivamente, Teodor Maly, personaje (este sí) real del mundo de los espías, controlador de los cuatro de Cambridge; aquél que perdió la fe, y su condición de sacerdote, ante otro cataclismo aun peor que la peste: la guerra.
Quien no perdió la fe, ni la gracia aparentemente, fue el cura antagonista del policía, a pesar de sus cuitas y el infortunio de su Iglesia; tampoco abandonó su fe Greene, a pesar de haber conocido “en primera línea” algunas de las plagas bélicas más horrísonas del siglo XX: la S.G.M. (África occidental y el blitz contra Londres), Malasia, Indochina, Kenia durante los Mau Mau et alia.
Tampoco pierde la fe Paneloux, como nos va a confirmar rotundamente en su siguiente y denso sermón. En lo relativo a Rieux, éste no ve esfumarse su creencia en Dios ante la desaparición del hijo de Othon, porque ya era ateo hacía mucho tiempo probablemente, como el mismo Camus.
La misma elevada consideración que existe entre el policía y el cura del whiskey, se adivina entre Rieux y Paneloux; por lo cual el primero acude con mucho interés a escuchar el nuevo sermón del segundo. Éste tiene lugar cuando la ciudad, desesperada, confía más en amuletos, medallas milagrosas e incluso franca superchería, que en los criterios de la Iglesia romana; hay casi más ciudadanos, se lamenta Paneloux, suplicando idólatramente a Santa Otilia o incluso a Nostradamus, que buscando consuelo y aclaración en los Santos Padres.
En esta atmósfera de religión primaria el jesuita admite que es muy difícil entender la muerte de un niño; y él no quiere la respuesta fácil según la cual este inocente se despertará después de su sueño terrenal en el Reino de los Cielos. Esto le parece una vía de escape simplista, por no decir (intelectualmente) innoble. Sin embargo el clérigo de Greene sí argumentaba que era mejor para los pobres dejarlos en esa condición, y no darles el poder que corrompe, porque al fin y a la postre se despertarían en el Paraíso; consideramos que ésta es una réplica pobre a la exigencia de justicia social del teniente de policía (de los marxistas y socialistas). ¿Ésta es asimismo la posición teológica y moral de Greene, a parte de ser la de su personaje? Si así es, Sr. Greene, consideramos que no ha llegado hasta las últimas consecuencias en su status de hombre políticamente de izquierdas; éste demanda algo más que: vivamos sufriendo la bota del amo de las tierras y la explotación del empresario, pues el premio a nuestra pasividad será la vida eterna. Lo dicho, esto se asemeja demasiado al “opio del pueblo”.
Paneloux evita este sendero argumentativo; el sufrimiento en “esta vida” hay que ensayar comprenderlo (justificarlo) con razones de este mundo temporal. La dicotomía, antigua como el Universo, es en momentos como el asedio de la plaga “O Todo o Nada”. Ahora, martillea el jesuita, no hay términos medios, componendas, arreglos; ahora no hay pecados veniales. El tiempo de la peste es excepcional, extremado; o se es inocente o se es absolutamente culpable; son días para los héores.
La teología cristiana clásica daba cuenta de la existencia del mal…, negando ésta. Si la estupidez es falta de inteligencia, y la fealdad de belleza, entonces el mal es carencia de bien; éste es la entidad verdaderamente real, aquél es un ente de ficción, el hueco que deja la ausencia de ser. El mal no es substancia, ni siquiera uno de los nueve accidentes; no pertenece a ninguna de las categorías ontológicas de Aristóteles, y lo “cosificamos” sólo porque en ciertos seres humanos o circunstancias echamos en falta la completitud que otorga el bien.
Ciertamente estos argumentos (sus oponentes los calificarían de argucias) metafísico-teológicos servirían de pobre consuelo al matrimonio Othon, y Paneloux no recurre a ellos de ninguna manera en su discurso. Sencillamente Dios ha determinado la muerte de ese niño, y muchos otras inocentes; Él tiene Sus razones, que no caben dentro de la lógica aristotélica, ni pueden ser abarcadas por la doctrina platónica. Éstas por encima de ambas, de cualquier filosofía; o las aceptamos, o renunciamos a nuestra religión.
Muchos olfatearán en lo anterior los aromas de la apuesta de Blaise Pascal: en un platillo está la vida fácil y mundana (incluso hedonista, si uno se inclina a ser “un puerco de la piara de Epicuro”), en otro la ascética y exigente del buen católico; si hemos escogido la primera y Dios efectivamente no existe, hemos ganado la apuesta. Pero, ¿cuál es el premio? Una breve y efímera existencia corporal que únicamente nos habrá acarreado una cadena de placeres sensibles intranscendentes. Si apostamos por el otro platillo y ganamos, obtenemos Todo, i.e. la eternidad. Sería inconsistente (según la misma lógica clásica) escoger el platillo de los escépticos y descreídos, porque incluso acertando, se gana … prácticamente nada.
Los “Pensamientos” de Pascal estaban muy cercanos al jansenismo y a Port-Royal para ser cómodos para la Iglesia católica de aquellos días, puesto que otorgaban preponderancia a la gracia frente a las buenas obras. Residía en ello un cierto aire “protestante”, fronterizo con la herejía; sin embargo el jansenismo no fue declarado tal rotundamente, como sí ocurrió con los escritos de Tertuliano.
Paneloux no cita a Pascal, quizás por prudencia, al presentarnos su dilema del Todo o Nada (vida eterna – vida sensorial plena); pero reconoce explícitamente que su exposición podría calificarse de fatalismo. Si Dios ha “querido” la peste (o la guerra) hay que aceptarlo como el Fatum, y seguir adelante con nuestra fe. El cristianismo siempre ha censurado al Islam este tipo de inclinaciones teológicas, y teniendo en cuenta que Orán estaba en aquellos días en el África francesa de mayoría musulmana, Paneloux se escoraba peligrosamente por otro lado del buque distinto al protestantismo. Su único comentario es que si hay fatalismo en su alocución es “activo”, y continúa …
La elección, resume por fin, es en última instancia entre amar a Dios u odiarle; y lo último es imposible, de modo que es facilísimo en que número debemos poner el dinero de nuestra apuesta. La muerte de los inocentes no es sólo intelectualmente incomprensible, sino humillante para nuestro sentido común ético; pero si Dios así lo ha decidido, entonces hay que “quererlo”. Esto puede ser mentalmente cruel, pero eso es la fe.
De este modo tan marmóreo termina Paneloux, lo cual provoca la siguiente consideración de uno de los personajes a Rieux: sabe de cierto sacerdote que perdió por completo la fe al ver a un joven (otro inocente) con los ojos arrancados; Paneloux ha tenido la misma experiencia (i.e. la plaga), pero no está dispuesto de ninguna manera a renunciar. Pocos días después de su sermón el jesuita es llevado al hospital con indicios (insegur e la enfermedad; su impasibilidad, por no decir indiferencia, ante la Parca es inmensa, incluso cuando es claro que aquélla está entornado la puerta de su habitación. En su parte de defunción se escribe que, examinados los síntomas, no es claro si pereció o no de la peste. Hasta el final la duda sobre la apuesta de la vida.
Gonzalo Casanova
Febrero de 2.004