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SAM PECKINPAH: UN TRIBUTO

  • gonzalojesuscasano
  • 15 dic 2023
  • 29 Min. de lectura

SAM PECKINPAH: UN TRIBUTO

 

Al parecer ya lo expresó rotundamente Gene Hackman hace muchos años (la anécdota se la oí en la tele a Gonzalo Suárez): “la vida es demasiado corta para pasar dos meses de ella con Sam Peckinpah”.

Todos los datos biográficos, que no son escasos como veremos, nos señalan hacia una vida de órdago; y además con tres ases y siendo postre. Fue un individuo con capacidad para concitar una generosa multitud de personas que le odiaron cordialmente, dentro y fuera de los estudios de rodaje; hombre irascible, intolerante, con ademanes dictatoriales y lengua insultante, que sacó de sus goznes a muchos. Por otra parte, cuentan las crónicas, también fue capaz de conformar un grupo de profesionales entre los técnicos e incluso entre los actores (estoy pensando en James Coburn, Ben Johnson o Warren Oates) que le fueron muy fieles, y formaron una especie de  Teatro Mercury al estilo Peckinpah, que no Welles. ¿Contradicción? La vida está llena de ellas. Lo que está demostrado es que en numerosísimas ocasiones el nombre de Sam aparece en los libros, incluso los positivos respecto a su persona,  acoplado a “hijo de p...”. Una expresión muy corriente en sus películas, y no ignoremos que él también era guionista. Genio y figura hasta la sepultura.

La marca de la casa Peckinpah en cuanto al arte cinematográfico son sus ya célebres secuencias de violencia rodadas a cámara lenta, que enaltecen aún más su brutalidad; mejor dicho, escenas rodas a cámara lenta y a velocidad habitual, combinándolas en unos montajes novedosos en su tiempo y admirados y copiados hoy. El “estilo Peckinpah” no es el del montaje elaborado y sutil, con inserciones de primeros planos y saltos sorprendentes de encuadre al estilo de Hithcock; o dilatadísimos planos secuencia utilizando la profundidad de campo, y añadiendo (¡oh maravilla!) en ocasiones el desplazamiento de la cámara, al estilo de Welles.

Mencionado esto, parece que Peckinpah no añadiría en exceso a las formas estilísticas del séptimo arte; pero, ¡atención! Una buena secuencia violenta de Peckinpah, y estoy pensando desde luego en la inicial y final de “Grupo Salvaje”, en la final de “La Huida” y de “La Cruz de Hierro”, tiene un vigor visual no menor que un  montaje en paralelo o un duchazo-con-cuchillazo de Hitchcock o el antológico plano-secuencia con desplazamiento de cámara con que se inicia “Sed de Mal”. He dicho vigor visual, pero no tengo ningún problema en agregar a ello evocativo, expresivo, estético, artístico, metafórico ..., y hasta meta-textual, signifique esto lo que fuere en la hermenéutica estructuralista para construir una epistemología del arte fílmico; no digo valor metafísico, porque creo que ello sería tomar el pelo al personal.

Sin embargo, y ello tenía que llegar, los críticos especializados, y yo me voy a dejar influir extensa y gustosamente por el estupendo libro de David Weddle, no nos venden la “lavadora Peckinpah” como únicamente un lírico de la violencia. Y efectivamente hay en nuestro cineasta bastante más.

 

Hay en Peckinpah, y es ello otra marca de la casa, muchos fragmentos de ritmo pausado incluso moroso, vamos, digámoslo claramente, escenas ¡lentas! Término delicado en la cinematografía que demasiadas veces es un eufemismo de gratuito, irrelevante, reiterativo,  o sencillamente, ¡malo!. Verdaderamente hay que tener cuidado con esas secuencias en las que se habla muy poco, y lo oído es intranscendente para el relato, la cámara no se mueve ni para aquí ni para allá, pero el tiempo transcurre prolongadamente ..., y entretanto el espectador continúa ubicado en su butaca, o sillón casero, aguardando acontecimientos; y empieza a rascarse la nariz o la mejilla, se rebulle, comienza peligrosamente a expandir los labios en todas las direcciones cardinales; ¿se aburre!

Hay que admitir que nuestro director es premioso en ocasiones, pero son precisamente estos episodios los que han autorizado a sus críticos amparadores a hacer referencia a su lírica; no de la violencia, sino lírica, sin más añadidos. El buen&salvaje Sam posee capacidad para filmar pasajes, en ocasiones con reducidísimo diálogo, en los que sobresale la calma, la serenidad tras la batalla, la amistad entre camaradas guerreros, la nostalgia, la delicadeza con unas punzadas de erotismo, el amor filial; no muy esperable del ultra-violento Sam Peckinpah. Para conseguirlo esos efectos hay que ir suave y lentamente, y permitir a los actores cumplimentar su tarea.

En este punto sí estoy muy de acuerdo con esa perspectiva crítica (positiva) sobre nuestro hombre. Yo sí detecto en su obra una brega con los actores, para que éstos extraigan de sí lo máximo en expresividad; para ello hay que concederles tiempo, minutos delante de la cámara. De ahí la supuesta premiosidad de muchos pasajes del buen Sam. Puede sorprender presentar una visión de éste en la que subrayemos la preponderancia del actor sobre el virtuosismo de los ángulos de cámara o su movimiento, o el montaje; ¿Peckinpah metido en la tradición de William Wyler, Orson Welles, John Ford, George Stevens; grandes directores de actores? Yo creo que sí.

“Pat Garret y Billy el Niño” es uno de sus trabajos más unánimemente elogiados; y muy adecuado para abordar el paradigma “lirismo”. Tempo despacioso, no mucha acción a pesar del título y tema, diálogos escasos y dichos con mucha calma, tomas en silencio, o mejor expresado, sólo con la música de Bob Bylan; horas crepusculares, del día y del viejo salvaje Oeste que se apaga como en poco tiempo la de Billy el Niño; melancolía, nostalgia, saudade ..., punteada por la música muy presente de Dylan.

Pues bien, para jugar a la contra voy a aseverar que “Pat Garret y Billy el Niño” no es de lo mejor de nuestro autor; puede que uno de mis problemas con ella sea que no soy demasiado aficionado a las composiciones de Dylan. Pero sí opino que hay capítulos innecesariamente prolongados, en lo que, sí, no pasa nada, ni siquiera grandes interpretaciones. Primeros planos en los que Sam parece querer pegar la cámara a la mejilla o el cogote del actor, produciendo sólo falta de visión de la escena; creo que en él hay mucho mejores encuadres, p.e. las panorámicas del inicio de “Mayor Dundee”. Y ante todo esa edición que me resulta a veces, y siento tener que decirlo, confusa y despistante; y esto va asimismo por el montaje nuevo, cortesía del DVD; vea una versión u otra, el resultado me parece igual de deshilvanado en ocasiones. Sí es cierto, los anales recogen que Peckinpah estuvo enfermo durante el rodaje; ¿una broma de él y sus colegas? No lo sé, pero es verosímil, observado el producto final; quizás fuera una tapadera para sus borracheras, que son legendarias también.

Dicho lo dicho y pasado el mal trago, mantengo que la película es a pesar de todo un producto Peckinpah, y ello es etiqueta de calidad.

Para lirismo, y aquí a nadar un poco contra corriente, yo me quedo con “Junior Bonner”; tampoco el relato es muy denso, hay muchos silencios, y mucha propensión a la añoranza. Pero aquí los encuadres sí me parecen de categoría, con esos planos panorámicos de las carreteras por las que transita Junior con su caballo (en un remolque), del desfile, del rodeo y sus participantes etc. Hay una enorme pelea en el bar casi al final, que nos da la impresión de estar puesta ahí para que el público confirme que esto es un largometraje del responsable de “Grupo Salvaje”; pero esta obra no va de eso. De lo que va es de las relaciones afectivas, conflictivas, constructivas y destructivas de Junior Bonner con su hermano triunfador, su padre fracasado y su madre en medio de todo. Es una película de caracteres, de rostros endurecidos, rencorosos o enternecidos; y para todo ello aflore en la gestualidad humana es necesario calma, tiempo rodando con la cámara quieta, oportunidad para que el intérprete se concentre y dé lo que contiene. Bien, ¿y qué pinta en todo esto Steve McQueen?

Jarro de agua fría sobre nuestra cabeza y vuelta a la cruda realidad hollywoodense desde nuestras ensoñaciones intimistas y artísticas; McQueen era muy famoso, un imán para el público (en especial el femenino), y el actor más taquillero de esos días. No es el mejor intérprete del mundo, ni el segundo, ni el tercero ..., y mejor que lo dejemos aquí; es una estrella. Pero reconozcamos que los hay peores, mucho peores; y no precisamos volver a aquellos años, basta echar un vistazo al panorama contemporáneo.

McQueen no es un desastre en este papel, que no es el suyo; el suyo es Doc McCoy de “La Huida”. Pero sí logra manifestar en su semblante cansancio, de la carretera, y de sus muchos días en ella; cariño por la madre y conmiseración por el padre. No es el suyo un rostro insulso, vacuo; y desde luego hacía furor entre las féminas; además era un broncas y un mujeriego compulsivo como Sam, así que por qué no ponerlos juntos y garantizar el espectáculo también tras las cámaras. Ya puestos a buscar problemas y titulares.

Los demás actores están muy bien: marbete de la casa Peckinpah; por cierto, la chica del final, con la que se lía Junior, “está bien”, literalmente, muy bien; no hace falta que actúe, y Peckinpah lo sabe. De él se puede sostener, con suprema justicia, que consigue los actores estén mejor que nunca, intensos hasta ser poco reconocibles; un elogio que se ha distribuido asiduamente, con plena justicia asimismo,  a William Wyler; ¡si hasta consiguió que Chuck Heston pareciera una gran actor, con técnica del “Método” inclusive, en “Horizontes de Grandeza”.

Y me ha llegado el momento de confesar toda la verdad sobre algunos de los motivos por los que “Junio Bonner” es una de mis preferidas en el opus del tío Sam, y ello requiere únicamente dos nombres: Ida Lupino y Robert Preston.

Soy muy consciente de que resulta muy adecuado siempre homenajear a los viejos/buenos actores que ayudaron a convertir el séptimo (que no de caballería) en un arte (si es que lo es), incluso “oportunista”. Pero por una vez, y para que sirva de antecedente para otras ocasiones voy a hundirme en lo correcto, también políticamente, y realizar un tributo a estos dos veteranos.

Ella, actriz renombrada y además una de las primeras directoras que en Hollywood han sido: un hito y una figura para la historia del cine. Él, veterano de mil películas, obras de teatro y series de televisión; muchas veces cuando veo aparecer el rostro de Robert Preston en la pantalla, no estoy seguro si la película es de los cuarenta, los sesenta o los ochenta; no sé si es un Preston maquillado para quitarle las arrugas o para hacerle representar más edad. Un hombre que ya persiguió al criminal Alan Ladd en su primer papel estelar (por cierto de una novela de Greene) y que se alistó con un joven Gary Cooper en la Legión Extranjera francesa para atravesar las arenas del Sáhara acechados por belicosos musulmanes pre-Bin Laden. Siempre el mismo rostro, con el mismo bigotito; ¿es que no pasan las estaciones por su fisonomía?

Pero no, no debería hacer dicho el mismo rostro; porque Preston ha hecho de bueno, de malo y de regular (como en “Junio Bonner”), y para ello hay que alterar el rostro a través del gesto: la profesión del actor.

No niego que Lupino y Preston tengan buenos papeles en esta película, que les faciliten su lucimiento; pero si se fijan Vds., es que no tienen muchos diálogos, aunque sí abundantes escenas: miradas de resignación, miradas de recelo, ¡miradas!; gestos de repulsa, gestos de complicidad, ¡gestos!, sugerencias, silencios ..., en suma, el trabajo del actor. Y cuando éste está muy bien, siempre pienso que hay que sumar a su mérito el del director; porque este último decide donde poner la cámara, y medir el tiempo que se permanece ante ella, y si todo ello sobrevivirá o no a la sala de montaje. Puede que el director dé indicaciones sobre dicción, expresión y tempo; puede que apenas lo haga, pero en cualquier caso él decide si en la interpretación todo está correcto o hay que repetirla por enésima vez. Los anales recogen que de la última modalidad era el gran director de actores William Wyler; te exigía repetir decenas de veces una escena si no le gustaba, sin apenas señalarte qué es lo que estaba buscando ..., hasta que lo encontraba. Si la historia es rigurosamente cierta, no nos presenta a Wyler como un director modélico para los actores, con éstos esforzándose una y otra vez en la penumbra hasta encontrar la luz que sólo el realizador distingue; y sin embargo, ¡contemplen Vds. los frutos! Sin mencionar la carretada de óscars que se embolsaron los actores de Wyler; y no con ello sugiero que un premio de la Academia en Hollywood sea el patrón decisivo de calidad.

Contemplados los resultados, también Peckinpah se merece ese tipo de crédito, aunque sus películas no vayan acompañadas de paletadas de óscars, señal de que estos premios no son indicio único de calidad.

En la misma vena lírica que “Junio Bonner” estaría evidentemente “La Balada de Cable Hogue”; obra, esta sí, muy reputada y responsable muy directa, con “Grupo Salvaje” del prestigio y status casi de culto que nuestro artista consiguió rápidamente.

Hay que apuntar rápidamente que la notoriedad de nuestro hombre había comenzado ya con “Duelo en la alta Sierra”, que fue muy alabada en Europa como obra renovadora y ya preconizando el Oeste crepuscular. Ciertamente sus dos protagonistas, Joel McCrea y Randolph Scott, son actores crepusculares, vamos que están ya muy viejos para ir cabalgando desaforadamente y pegando tiros por ahí; son dos de esos actores larguiruchos y sositos que tuvieron cierto continuado renombre en Hollywood, casi siempre en la serie B. Porque otros dos larguiruchos como Gary Cooper y James Stewart, ya de la zona A, no eran tan insulsos; el último concretamente se convirtió, a pesar de su físico desgalichado de niño avejentado, en un intérprete de una expresividad desarmante sin necesidad de pasar por el Actor’s Studio.

En fin, fueron Joel y Randolph lo que le tocó a Peckinpah; aparte de que ‘Coop’ ya había fallecido. En un concurso para establecer quién de los dos es más inexpresivo, el juez lo tendría muy duro; por mi parte, yo me inclino por Randolph, apoyándome sustancialmente en la propia intervención de McCrea en la obra que nos ocupa. Hay ocasiones en las que casi me cuesta reconocerlo, y no sólo por las canas y los quilos de exceso que equipaje carnal; ¿de joven era tan insípido este hombre ante la cámara? Famosa es ya la historia de la hermana de nuestro Sam saliendo llorosa del cine después de ver la escena final de “Duelo en la alta Sierra”, aquella en la que McCrea, herido de muerte, se deja caer blandamente para expirar sobre la tierra, con el bellísimo fondo de las montañas del título; también se cita mucho la frase del mismo McCrea, intachable servidor de la ley en el Oeste durante decenios ante las preguntas insidiosas del ladino Scott: “sólo quiero retornar a mi hogar justificado”.

Ambos momentos cinematográficos son un homenaje al padre de Sam Peckinpah. Pero no es preciso saberlo para apreciar su valor cinematográfico. Por consiguiente una película del Oeste que no lo parece demasiado, y por ello justamente fue ensalzada.

Para mí, y aquí cometo pecado casi mortal contra la hermenéutica de Peckinpah, no es de lo mejor suyo. El montaje rápido y sincopado en ciertas escenas, el brío en la plasmación de los momentos de violencia, las partes pausadas y casi morosas (que no lentas) con tiempo para que los actores se luzcan ..., todo ello no está, o apenas, en esta obra primeriza. Forzando un poco el lenguaje diríamos que igual que “Rebeca” no es un auténtico Hitchcock, “Duelo en la alta Sierra” no es , aún, un verdadero Peckinpah; bien, pero tampoco hay que exagerar. Ya he comentado la sorprendente buena interpretación de McCrea; y luego están los malvados hermanos mineros, uno de ellos ¡cómo no! Warren Oates. Tienen pinta todos de perversos polimorfos, y de precisar con urgencia un psiquiatra vienés que les coloque el coco del derecho; bueno, y no sólo son las trazas, porque por ende pretenden acostarse todos con la reciente esposa del menos anormal de todos; éste es James Drury, que luego sería, en un cambio brutal de registro,  “El Virginiano”. Tenemos asimismo al habitual fundamentalista cristiano de apellido escandinavo y maneras de pastor luterano kierkegaardiano, antes del existencialismo, que amedrenta a su dulce hija con los horrores del infierno; lo interpreta por cierto R.G. Armstrong, otro habitual de la tropa de Peckinpah.

Todo esto son temas, en el fondo y en la forma, muy propios de Peckinpah; y éste trata, quizás maltrata, muy bien a los actores dándoles tiempo y atención con la cámara. Considero que “Rebeca” es una gran película, con estupendo diseño de producción, sólida escritura aunque algo melodramática, y con una Miss Danvers ya muy propia del cine de D. Alfredo; pero probablemente no es un auténtico Hitchcock. “Duelo en la alta Sierra” se encuentra en similar ubicación artística, y me parece una obra estimable; dicho esto Peckinpah habría aún de mejorar mucho en el uso de la técnica de la cámara lenta y del montaje, y ello sólo llegaría con “Grupo Salvaje”, la auténticamente primera, y no superada, obra de la fábrica Peckinpah. Por lo tanto, ¡perdón señores críticos y exegetas de la Historia del Cine!, el predicamento entre Vds. de “Duelo en la alta Sierra” me parece pelín inflado.

La obra por el contrario que no goza del mismo prestigio, y a la que Weddle p.e. no concede ni demasiada atención ni elogios es “La Huida”, de nuevo, ¡cuidado!, con McQueen. Pues bien; se trata de otra de mis debilidades respecto a Peckinpah, he de admitirlo; es de los suyos el largometraje que más veces he visto, después de “Grupo Salvaje” por supuesto. Y no sólo yo, estoy seguro, porque me percaté de que era una de las películas que más se reponían en la televisión; en cierta época creo que era raro el mes en el que no te encontraras con McQueen y McGraw en su peligrosa escapada en alguno de los canales, fuera de pago o no. Fue una película de gran éxito comercial, con dos de las grandes estrellas del momento, muy de gran estudio y con gran inversión; en fin, todo muy al estilo del gran Hollywood. Con todo, tengo que admitirlo, es mi segunda, y prometo última, debilidad con la filmografía de Peckinpah; porque me gusta mucho, lo cual es llegar mucho más allá de aseverar que me entretiene mucho, algo entendible, pues estimo que entretiene a cualquier tipo de espectador.

A mi entender “La Huida” representa al Peckinpah narrador puro, como un novelista decimonónico del realismo; al cineasta impecable con la edición de la película, de manera que hay auténtica fluidez en la transición de una secuencia a otra, de un escenario a otro, incluso aunque persiga tres o más líneas argumentales. En tal sentido es quizás el Peckinpah más ‘clásico’, en el sentido del montaje llamado ‘invisible’ que hizo del cine americano algo paradigmático; aunque en nuestro autor, hay que admitirlo, el montaje siempre se percibe; y es que es elemento vital de su expresión artística: en caso contrario no sería “un Peckinpah”.

Sólo que aquí el enlace entre los diferentes capítulos es auténticamente suave, fácil, con una ilación ajustadísima que mantiene la atención sólidamente. Aparte de ello tenemos una edición de imágenes como las de McQueen en la cárcel que es ya de otra especie fílmica; un montaje rápido, que brinca del héroe construyendo minuciosamente un modelo-mecano de un puente, a éste jugando pausadamente al ajedrez, o trabajando en el exterior con otros reclusos, o accionando como un monito autómata una enorme máquina ya automatizada ..., i.e. McQueen hastiándose monótonamente de su confinamiento, y por lo tanto preparado “para lo que sea” para salir de él. Y también tenemos las escenas del, ¡por fin!, reencuentro de McQueen ya fuera del trullo con su amada esposa McGraw; un montaje nada clásico, rápido, sincopado, tremendamente expresivo; ¿muy moderno y beatnik? Juzguen Vds. mismos. A mí me parece ante todo muy a lo Peckinpah, y excelente.

Por supuesto tenemos otra marca de la casa en el tiroteo final en el hotel, con escenas a cámara lenta y otras a velocidad normal, ensambladas entre sí para lograr un efecto ya esperable en nuestro director: una coreografía de la violencia, una ballet de la muerte con muchos cadáveres. Si es una concesión al regodeo y a la morbosidad de un cierto público de la época, o necesaria “catarsis” como exigía la tragedia griega, lo dejamos para otro debate.

Esa edición limpia, cristalina para narrar los acontecimiento es lo que se echa en falta en más de una ocasión en nuestro realizador. En partes de “Los Aristócratas del Crimen”, de “Quiero la Cabeza de Alfredo García”, que a pesar de todo estimo de lo más poderoso de Peckinpah, y cómo no de “Mayor Dundee”. Sí, ya tocaba hablar de esta obra truncada, de rodaje muy dificultoso, montada por el estudio y no por el creador, película maldita las grandes productoras y bendita para críticos y artistas independientes; fallida obra maestra del buen Sam. En fin, río de tinta y de celuloide.

Cuando Charlton Heston estuvo en el Festival de Donosti, aparte de degustar los excelentes platos de la gastronomía local fue preguntado ante todo por dos directores: Orson Welles y Sam Peckinpah. En el primer caso se recuerda su insistencia en que fuera el propio Orson quien se pusiera tras la cámara de “Sed de Mal”, y siendo posiblemente decisivo para que ello se concretara; sólo por eso los amantes de la cinematografía deberemos recordar sempiternamente a este republicano profundo y presidente de la afamada Asociación del Rifle.

El otro caso es su intervención para que Peckinpah no fuera apartado por la productora del timón de “Mayor Dundee”, vistos los contratiempos que se sucedían en su rodaje mexicano. La leyenda, blanca y no negra, relata que Heston decidió devolver su sueldo para aliviar en parte los gastos extra generados por el equipo de Peckinpah, y que éste pudiera continuar; en su autobiografía Heston se describe de un modo menos altruista y heroico: fue su propia ingenuidad al negociar con la productora la que le llevó en su numantina apología de Sam a perder su sueldo. Fuera como fuese se trata de una caso famoso en los anales fílmicos, incluyendo a Charlton cargando furioso, sable de Dundee en ristre, contra Sam en la grúa de la cámara, harto de los insultos y grosería del último. En fin, de todo; el rodaje se nos manifiesta más apasionante que los percances de Dundee con su tropa mezcla de nordistas y rebeldes a la caza del apache Sierra Charriba; y desde luego que esta historia no tienen nada de tediosa.

Hay casi unanimidad en que “Mayor Dundee” es una obra fallida; interesante, con estupendos planos panorámicos, buenas interpretaciones, apasionantes caracteres, conteniendo motivos muy cercanos a Peckinpah etc.; pero un fracaso artístico, debido sobre todo al montaje que perpetró la productora sin la intervención de nuestro hombre (aquí la quasi-“leyenda” respecto a Peckinpah).

Hay muchas voces que se duelen especialmente de todo ello, pues consideran que “Mayor Dundee” estaba destinada a ser la gran película del artista, una las piezas artísticas fundamentales de la segundad mitad del siglo XX.

Por mi parte no estoy interesado aquí en los “podría”, sino en lo que hay, que ciertamente no es para lanzar cohetes a la biosfera. Desde luego que el montaje, en la parte final sobre todo, es cuando menos turbio;  hasta tenemos un toma de Sierra Charriba y uno de sus pintarrajeados secuaces repetida, una vez mirando a las tropas de Dundee en EE.UU., y otra ya en México; esto es de película de tres duros o de desespero del montador. La confusión comienza con el “juicio” al desertor Warren Oates, por cierto tótem de Peckinpah y parece que gran amigo personal; la cosa se prolonga en su tremendo dramatismo, se dilata con el calor mexicano, y Peckinpah (o los montadores de la productora) no parecen saber donde cortar. Posteriormente Dundee es herido y llevado para curarse a una ciudad mexicana; y aquí prosigue esa edición de tomas que parece un tejido fabricado de retales muy viejos próximos a deshilvanarse al primer envite. Heston-Dundee con una prostituta mexicana, recibiendo la inesperada visita de Senta Berger (una Sophia Loren de Viena), borracho y desarrapado tambaleándose por las sucias calles, sus soldados disfrazados que vienen a rescatarle (¿de qué o quién?), peleándose con uno de ellos (Richard Harris), fusilería y cañonazos entre la tropa mexicana y la norteamericana en la confusión de la ciudad ..., y en la del espectador. Es como si hubieran puesto una par de buenas tomas de acción, ya que estaban por ahí en la sala de edición, para rellenar algún oquedad en la narración; ¡y por todos los cielos que no lo han conseguido! No sé quién fue el responsable, si el montador oficial de la compañía o el de Peckinpah, pero es un fiasco; puede sencillamente que no existiera modo alguno de insuflar continuidad al relato, porque Peckinpah no había rodado suficiente para ello; o quizás rodó demasiado, que también es bastante plausible.

Para más INRI, incluso varias de las escenas de combate embarulladas y no muy vibrantes en su puro aspecto visual; ¡increíble en Peckinpah! Años después del estreno y batacazo de “Mayor Dundee” se le ofreció a Sam retomarla, y montarla, esta vez sí, a su modo y manera; rehusó. Puede que no tuviera tiempo, o que existiera medio humano (y técnico) para generar un narración lineal, fluida y coherente al 100%; puede que de verdad la productora no tuviera ni idea de lo que estaba editando. Pero lo que hay es lo que hay; justo al final hay una gran pieza de acción entre los de Dundee y los laceros franceses de Maximiliano; y aquí sí tenemos un montaje efectivo, estupendo en su imaginería, y vibrante como los cañonazos;  no tenemos cámaras rodando a tres velocidades diferentes, pero es el salvaje Sam sin dudas.

Y es que “Mayor Dundee” se deja, y más de una vez, sin aburrimiento ni cansancio a pesar del parcial desorden expositivo. Las primeras tomas panorámicas, el tropel de indios recién salidos de la matanza y rapiña, la presentación de Sierra Charriba, la visión del rancho expoliado; todo es de primera calidad, ejecutado por alguien que sabe donde colocar la cámara, y como mover a los actores. La lentamente contada elección de los miembros de la partida de caza tras el apache, que incluye nordistas, sudistas, negros, mercenarios, y hasta un pastor; lentamente para que descubramos a los diversos caracteres, y para que los actores dispongan de minutos y tomas para cumplir bien su tarea y extraer lo de mejor de sí. Los actores son siempre de lo más valioso en cualquier producto Peckinpah, con impresión muchas veces de improvisación; así nos encontramos con espontaneidad (real o aparente, me da igual), con viveza, con realismo (aunque yo no creo que el cine ha de ser ante todo un arte realista). Una muestra es la morosa introducción del personaje de Jim Hutton, un actor que en otras sesiones ha podido parecer sosito, y su cara a cara con Heston, quien le estudia precavidamente: ¿será este jovenzuelo digno oficial de mi pléyade de semidivinos en mi expedición preclara que habrá de ser cantada por algún homero anglosajón, o es sólo un panoli hijo de papá al que éste envió a West Point para quitárselo de en medio y ver si espabilaba?

También el salvaje Sam seleccionaba con rudísimos criterios a su (salvaje) grupo, e ingresar en una de sus misiones fílmicas era gesta épica; y sobrevivirla bastante más. Por ello en gran medida comparo frecuente y mentalmente a Peckinpah con Hemingway; veo en ello a menudo dificultades con la edición, de imágenes o de textos; ¿dónde cortar el texto o la toma?, ¡con que otro segmento visual o literario empalmarlo para que obtengamos continuidad narrativa?, ¿cómo lograr máxima expresividad y efectos de inmediatez y realismo, con un mínimo de planos o de enunciados?

“Islas en el Golfo”, la última novela de Hemingway se me presenta (como mucho de la más alabado en él) a veces tan sincopada como algunos montajes de Peckinpah; tan insegura a veces sobre qué fragmentos deben ser concatenados ahora y aquí; tan lacónica pero tan directa al corazón del lenguaje (literario o cinematográfico); tan realista, en el sentido no de ‘mimesis’ del mundo externo sino de pedazo de él. Tan temperamental y visceral; tan, por qué no decirlo, exudante de testosterona; Sam y Ernest, con su violencia latente, presente o explotante en sus textos o planos,  los amantes de la caza mayor, de las emociones ésas llamadas fuertes, de la bebida excesiva y los ritos grupales de masculinidad, de la guerra y la milicia, de la épica prístina. De manera que tenemos a Peckinpah en el grupo de un superc-clásico como Howard Hawks, el director amante de la caza mayor, los aviones y las carreras de coches; incluso lo podríamos ubicar al lado de Victor Fleming (a su diestra el machote Clark Gable), o de John Ford (a su siniestra el hombretón John Wayne).

¿Y cómo se come todo ello con los manjares líricos de “Junior Bonner”, o “La Balada de Cable Hogue”? Pues con cuchara y tenedor y mucha atención al polifacetismo de los artistas; igual que degustaremos p. e. “Al otro lado del río y entre los árboles” del duro Hemingway.

Rebobinando un poco repetiré que en “La Huida” (no, no he terminado todavía con ella) cada tijeretazo editorial resulta bien dado y coadyuvante a la circulación de los acontecimientos. No hallamos aquí al Peckinpah premioso, tanteante; claro, faltan por otro lado las tomas exploratorias y calmosas de los actores, aunque sean los más secundarios, permitiendo su lucimiento y que la película sea mejor; no se engañen, lo último es lo que le importaba al salvaje Sam. Falta asimismo poética en “La Huida” ..., ¿aunque, bien mirado? La relación entre los caracteres de McGraw y McQueen es cualquier cosas menos infantiloide o topicazo; no es una pareja de cine negro al uso, pero tampoco una de melosos amantes del Oeste, serie B. En Peckinpah casi nada es trivial, y menos aún su personalidad y biografía; puede que esto explique las corrientes de odio que engendraba en ocasiones. No tengo dudas de que ello es condición necesaria, suficiente lo desconozco, para su relevancia como autor cinematográfico.

Y me ha llegado el momento de centrarme en McQueen. El cine de Peckinpah, aunque trabajó con gente muy famosa y taquillera, no es de estrellas; en él hay que interpretar, y dejándote la epidermis; si no es así, la lengua bífida del salvaje Sam te flagelará como a un ecce homo: también ha quedado como legendaria la facultad de nuestro autor para ofender a sus actores. No hay lugar en sus películas para el divismo, o el gesto estudiado (falso) desde el perfil más favorecedor para entusiasmar a una audiencia predispuesta. Y a pesar de que McQueen es una estrella funcionó muy bien con nuestro Sam.

Permítanme que aclare con que significado, restringido y “ad hoc”, estoy empleando aquí el vocablo “estrella”: alguien que una y otra vez, película tras película, se interpreta ese Gran Papel, ese Magno Rol, i. e. él mismo. Para acortar, y evitando análisis y hermenéuticas, les pongo unos ejemplos que auto-explicativos: Clark Gable, John Wayne, Errol Flynn, Charles Bronson, Clint Eastwood ..., una y otra vez son ¡ellos mismos! Por supuesto que no he querido citar a gente del tropel de Silvestre Stallone o Arnold Schwarzenegger, para mantener la discusión a un nivel aceptable.

Los más acerbos entre Vds. , y sobre todo anti-Hollywood, incluirían en esta mi definición al  90% de los miembros del famoso star-system; ahí está p. e. un Alan Ladd. Aunque éste no interpretaba nada, ni a sí mismo; sólo ponía la cara de niño rubio-angelical y no-rompeplatos y permitía que la cámara le fotografiara y se desplazar en derredor. Ahí se encuentra también Gregory Peck , famoso por sus sólidas interpretaciones, léase rocosas; y en fin, ya saben que las rocas son inorgánicas, así que no hay que hacer un solo gesto; bueno, en extraordinarios momentos, para transmitir poderosas convulsiones emocionales, Peck enarcaba un poco la ceja derecha ..., ¿o era la izquierda?, ¡nunca lo recuerdo con exactitud!

En cualquier me quedo con los ejemplos de más arriba para mis propósitos explicativos; una estrella, en esta mi acepción, es alguien con unos rasgos muy acusados, con una motricidad muy dinámica y marcada ..., que le permiten quedar resaltado ante la cámara aunque no haga nada. Lo que siempre se ha repetido de Marylin Monroe, otro paradigma de estrella, en femenino claro está.

A Víctor Mature le entraron ganas de verdad (la anécdota es muy oída) de ingresar un club muy exquisito y elitista, de golf si recuerdo bien; se le informó que, debido a esa estricta exclusividad, no se admitían actores en tal sociedad, así que desafortunadamente bla, bla, bla, ¡no! Ante ello Mature replicó a la gerencia, insistiendo en lo adecuado de su solicitud de entrada, que él no era actor, y para demostrarlo tenía a sus espaldas decenas y decenas de películas.

Sí, Victor Mature también es una estrella en el sentido restringido aquí utilizado.

Sin embargo, y ya que no soy anti-Hollywood clásico, tengo que puntualizar rápidamente que uno puede interpretarse a sí mismo, o a ese ente de ficción creado por los publicistas de la productora, con mucha efectividad e incluso pujanza artística. Otra anécdota conocidísima; cuando John Ford vio el trabajo de John Wayne en “Río Rojo” de Hawks, exclamó según la leyenda: ¡Pero sí el grandullón sabe actuar! Si comprueban las fechas se percatarán de que a partir de entonces Wayne trabajo más asiduamente con Ford, comenzando con la la renombrada trilogía de la caballería.

Debo admitir que John Wayne es mucho John Wayne en “Río Rojo”,incluso (o más aún) junto a un actor de escuela y técnico como Montgomery Clift; igualmente Wayne en “Centauros del Desierto”. No es fácil lograr eso; de hecho sólo Wayne podía hacerlo.

En el otro lado del estrellato pondría a Clint Eastwood, que tiene una gama de dos gestos: boca torcida de enfado, y boca aún más torcida de más enfado. Aunque en el caso del buen Clint podemos meternos con él cuanto queramos, porque como director sí que ha dejado huella; y además es condenadamente exigente para confeccionar el reparto: todos son ilimitadamente mejores que él. Situación de paralelismo clamoroso es la Robert Redford, pero no divaguemos.

En fin, McQueen; ¡estrella!; para incluso el epítome de la estrella. Robert Mitchum, otro con dos gestos y tres cuartos, ya comentaba que ver varias actuaciones de McQueen conducía a la monotonía. Pues sí, eso es. Pero también McQueen es mucho McQueen, y elevado a varias potencias si al timón va el salvaje Sam.

En “La Huida” McQueen va de estrella total, global y absoluta, pesar a tener a su lado a una competente Ali McGraw. Hay que verle infinitamente aburrido en la cárcel; con su aplomo más cerebral planeando el atraco; su rostro de expresión ‘tengo nervios de acero’ durante su ejecución. Su calma fría de SS ante el caco que les ha birlado la maleta con toda la pasta; su brutalidad de martillo eléctrico cuando macera la cara del ladronzuelo, con esas macizas y enormes manos, sorprendentes en un hombre de tamaño normal. Su actitud de resolutos y sabedor de todo cuando retorna victorioso, con la maleta, hacia una McGraw expectante. Su post-existencialismo cuando enarbola uno de los billetes del atraco ante su mujer, y con el dedo sobre “in God we trust”, le indica que sólo en ese pedazo de papel verde confía. O, en fin, el momento en el cual, armado de la escopeta con cartuchos dobles para tirar muros, desarma a los dos policías, despanzurra su coche patrulla y se hace el amo de la calle en ese pueblo del Oeste; ni siquiera Wayne (el doble de estatura, el triple de peso) hubiera estado tan de macho dominante, y además con un mínimo de motricidad y de muecas.

Esto no es Doc McCoy, es Steve McQueen, ni más ni menos; pero también le queda tiempo para ser tierno y comprensivo con la traición de su esposa, en una delicada escena con su cónyuge, después de haberse escondido en ¡un contenedor de basuras! Visto a este McQueen, me lanzo a aseverar que sin Peckinpah  habría tal; el director que se confesaba abierto y directísimo enemigo del Hollywood más típico, con sus grandes productoras y ejecutivos puramente mercantiles, rueda una película para, y con estrellas. Bien, Howard Hawks se declaró muy cómodo con ese tipo de cine, y con John Wayne en los último años de ambos; y he citado a Hawks, porque, aunque cuando yo era un chaval no me gustaba debido su infantilismo de historias y caracteres y su carencia de hondura existencialista, creo que con razón está en el panteón de los grandes.

Tengo la sensación de que Peckinpah se encontraba próximo al McQueen estrella, y viceversa. Y Peckinpah sí que conocía bien el existencialismo; y el teatro moderno y vanguardista; y tenía un toque, y un pasado de intelectual. Ahí le tenemos en “La Cruz de Hierro”, donde los buenos son los alemanes y los malos (un decir) los rusos, citando a Kant y discutiendo sobre los resabios aristocráticos del ejército nazi, heredero del prusiano; y saliendo muy airoso, el salvaje Sam, en medio de sus tiroteos a cámara lenta. Porque no sólo de éstos vive este largometraje, sino también de mucho metraje dedicado a describir y construir caracteres amargado en y por la interminable guerra: James Mason, David Warner, Maximilian Schell ..., todos bien, porque están bien dirigidos; hasta Coburn, y la neumática Senta Berger en un papel muy triste y nada glamuroso. Como muestra de mi apología de Peckinpah, a pesar de todas mis críticas, apuntaré que si le hubieran dado más tiempo, más dinero y sobre todo más tanques, habría engendrado un clásico del cine bélico; algo así como “Salvar al soldado Ryan”, pero más oscuro, y nada patriotero; evidentemente ¡no iba Peckinpah a rodar una película ensalzando la Vaterland über alles germánica!

Sí, “La Cruz de Hierro” es más que una película de tiros y de guerra. Como ocurre con “Grupo Salvaje”; apenas he mencionado esta pieza, debido a lo muchísimo que ya se ha escrito (incluyendo al que suscribe estas líneas) en torno a ella; y continuará.

Cuando leí hace algún tiempo que, con la perspectiva de los años transcurridos, “Grupo Salvaje” podía ser equiparada, por su carácter estéticamente renovador y el impacto de sus imágenes, a “Ciudadano Kane” como revolucionaria en la exploración cinematográfica ..., me pareció el comentario un pecado mortal, que te lleva directo al infierno fílmico sin fianza posible ni remisión en el purgatorio. Sí, yo soy de esos aficionados que consideran que “Ciudadano Kane” es la mejor película de la historia; una falta de originalidad electiva que sé que comparto con la mayoría de los críticos. Soy igualmente convencional al juzgar que, sí, “Grupo Salvaje” es la obra maestra de Peckinpah; ¡pero compararla con “Ciudadano Kane”!

Hoy en día me escandalizo menos de ese paralelismo; a pesar de los casi treinta años que las separan estimo que “Ciudadano Kane” es más fecunda en recursos técnicos, más compleja en el montaje, más artística en el uso de la profundidad de campo, más acabada en sus diálogos, más profunda, metafísica, existencial y todo lo que Vds. quieran en esa línea. Pero tengo que reconocer el puñetazo estético y casi diría que ético de “Grupo Salvaje”; esos bellísimos(!!!) ballets de la muerte, que no sabemos si nos repelen, nos asustan o nos hechizan con su perfección técnica; esos episodios rodados con una cámara parsimoniosa que parece tomarse un respiro en medio de los tiroteos igual que los protagonistas; éstos desgreñados, barbudos, sucios, rodeados de fulanas, produciendo matanzas entre ciudadanos inocentes; y con todo poseedores de un férreo código del honor y, sobre todo, de la lealtad entre camaradas, por la cual llegaran a inmolarse en la apocalíptica pelea final.

“Ciudadano Kane” no ha cesado de crecer en cuanto a la estimación crítica desde 1.941; puesto a vaticinar, que es gratis y no hace daño como el paracetamol, yo creo que lo mismo (esta es mi equiparación) va a suceder con “Grupo Salvaje”, porque se lo merece.

¿Y qué decir respecto a “Perros de Paja”? Un Peckinpah trasplantado a la apacible campiña inglesa; ¡era él de verdad el vate del cine crepuscular del Oeste? Tenemos además un protagonista que es un físico-matemático en investigaciones de profunda complejidad que llena pizarrones con ecuaciones que se escaparían incluso a los doctorandos; y una esposa inglesita, muy joven y apetitosa para toda la machada local. Porque el pueblecito británico es el Edén, ni los habitantes son buenos salvajes rousseaunianos; aunque salvajes sí son, y salidos hasta el máximo. El bucólico retiro del científico investigador  se transmutará en retorno a la jungla humana, que no urbana; peor que las calles del South Bronx. Aquí tenemos el ’mensaje’ del salvaje Sam, si alguno pretende comunicarnos (que yo opino que sí) y no sólo realizar buen cine.

En “Perros de Paja” tenemos esa morosidad en la construcción/presentación de los personajes, un lujo para los actores, que disponen de minutos en los planos y de oportunidades interpretativas en una obra complicada para ellos; en primer lugar porque tenemos una violación que no sabemos si es una seducción a lo bruto, o viceversa, o las dos cosas. En fin, a nuestro director le gusta complejizarlo todo.

En la primera parte hallamos un ritmo pausado y una morosidad en la longitud de las tomas, que a los aficionados al cine ágil de un Raoul Walsh p. e. alterará los nervios. Yo no creo que sea lentitud, porque sí ocurre algo dentro de los encuadres: ante todo expresivas interpretaciones. Y añadir que hay en todo ello algunas buenas pruebas de que Peckinpah es hábil al utilizar el plano panorámico; y conoce bastante del valor estético de los distintos ángulos de cámara, de modo que las limitaciones del medio televisivo no lo marcaron definitivamente.

La segunda parte es la violenta; y no se trata de una par de escenas de disparos, sino de una buena parte de la función que narra pormenorizadamente el asedio a la casa rural de la pareja protagonista por parte de la familia de bestias local. El logro fílmico de Peckinpah no es la resolución de la crisis con un par de escenas explosivas, como en “Grupo Salvaje”, sino la descripción acrisoladamente visual de la tensión entre matrimonio de visitantes y mastuerzos locales, el inquietante aumento de ella con la progresiva destrucción de puertas, rejas, ventanas, sillas, mesas, jarrones, piernas, muñecas, brazos, narices, cabezas etc. etc. La cámara lo va relatando pormenorizada e implacablemente; y desde luego Peckinpah altera brutalmente el tempo narrativo; ahora tenemos un montaje rápido, con saltos continuos en las tomas, algunas durando breves segundos. En suma, lo habitual para las escenas de lucha. De la Arcadia, no en Grecia sino en las Islas, al averno; de dos tomas en dos minutos, a veinte tomas en un minuto. Por todo ello “Perros de Paja” es bastante  representativa del estilo Peckinpah; no de la mejor cosecha, pero buena. Si quisiera expresar mi reserva, escasa, ante esta pieza quizás recurriría al término “localista”; y rápidamente añado que para nada esto es una película costumbrista, con hálito de antropología cultural, y personajes muy provincianos. Esa ‘cosa’ que se repite mucho de que el arte debe poseer un valor universal, es cumplida perfectamente por “Perros de Paja”; qué más universal que el deseo descontrolado por la mujer que no es tuya, la humillación de la masculinidad, y la revancha con crujir de huesos. Con todo yo prefiero a Peckinpah en EE.UU., aunque sea en un rodeo muy “local” de un pequeño pueblo; creo que lo conoce mejor, y lo hace mejor.

Antes de pasar a otras cuestiones, y antes de que se me pase de la memoria, quiero exponer algo sobre la última obra de nuestro artista, “Clave: Omega”. En nota personal comenzaré confesando que cuando la vi por primera vez, en su estreno, me pareció confusa, tanto en su guión como en (edición) sus imágenes; y además lenta, pero no artística, sino reiterativa y plomizamente, en especial en las partes que describen a los dos impresentable matrimonios amigo de Tanner.

Bueno, al fin y al cabo Peckinpah murió poco después, había que suponer que estaría ya enfermo; además le pegaba a la priva con insistencia; en fin, no era un hombre muy mayor, pero estaba muy gastado, y con pulso poco firme.

Años después, en mi segunda visión, pues ya no me pareció liosa; en la tercera, ya no me resultó premiosa: es necesario dar tiempo, y tomas, a los intérpretes para que se expresen y construyan sus personajes. En la cuarta juzgué que ese juego mefistofélico que organiza John Hurt era muy ingenioso, simbólico incluso del inquietante poder de los medios de comunicación de masas. Y se ha convertido en una de mis películas favoritas. Hurt, con la connivencia de Tanner (Hauer) instala varias cámaras en la casa de este último para espiar a los supuestos espías, sus invitados; es el Gran Hermano, el Ojo Divino que todo lo ve. Una gran Parábola del mundo contemporáneo, y la omnipresencia en él de lo audiovisual, en especial de la televisión, medio para el que trabaja Tanner. Y es que efectivamente el Todomirón Hurt lo observa todo, incluso las escenas de sexo en los dormitorios. Mi escena favorita es cuando Hurt aparece en un monitor, camuflado de aparato vulgar de televisión,  para dar instrucciones a Tanner y no consigue desconectarse cuando aparecen sus amigos-supuestos traidores; por ello tiene que fingir que es un locutor e imaginarse sobre la marcha el guión de un programa, con evidente impericia; afortunadamente los “espías” no prestan atención a la caja tonta, pues ¿quién se la presta? Cuando se van es Tanner quien por fin, desconecta el monitor, y a Hurt de su vida, momentáneamente. En fin, aquí tienen una sutil y sesuda metáfora del bronco y rudo vaquero Peckinpah, realizador de grandes momentos truculentos y sanguinolentos de la Historia del Cinematógrafo.

En efecto, tenemos a un Peckinpah más simbólico que nunca, digno de que “Cahiers cu Cinema” le dediquen un monográfico, con una alegoría sobre la sociedad consumista y prisionera del universo audiovisual; vamos, que podríamos citar por aquí a Godard, Resnais  o Antonioni. El personaje de Lancaster engaña a Rutger Hauer (Tanner); éste a sus amigos, porque le han convencido de que son espías, y para ello tiene que mentir a su mujer. Sus amigos le mienten a Tanner, porque en realidad son evasores de capitales. John Hurt los ha embaucado a todos, en su afán de vengarse de sus colegas de la CIA, quienes ordenaron el asesinato de su esposa; y en el camino que carga a la mitad del reparto. Pero a la postre Tanner consigue burlar a John Hurt, precisamente utilizando un truco de montaje de imágenes en su programa de televisión, haciéndole creer que todavía se halla físicamente en el estudio de grabación. El montaje que sirve a los cineastas para lograr muchos de sus efectos de realismo y así producir una obra de arte. Metáfora de la metáfora. Arte del arte. Genio y figura de Sam Peckinpah.

 

 

 

 

 

                                                                                   Gonzalo Casanova

                                                                               Dic. 2.007

 

 

 

 

 

 

 

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